REPORTAJE | La revolución paciente
Como la música, el tiempo es volátil, inaprensible. Nos traspasa mientras deja sus posos. Sigue adelante y, a la vez, se repite. ¿No ha jugado siempre al circulo de los planetas? ¿Acaso no lo perpetuamos en una esfera? La expresión latina ‘in illo tempore’ -literalmente ‘en aquel tiempo’- nos remite a otros instantes, a épocas pasadas, y así ha llegado el vinilo hasta nuestros días, desde lejos, circulando. Avanzando mientras da vueltas a pasados registrados, haciéndolos presentes una y otra vez para despertar la luz de la música con sus dos lunas negras. El mundo del disco, el de las 33 rpm, el de toda la vida -con permiso de los pioneros fonógrafo y gramófono- niega de nuevo el peso del tiempo y su presunta tumba. Vive un nuevo vinilo tempore, una resurrección, iniciada hace algo más de una década que varias señales auguran ya como real, con constantes vitales. Hay quienes, muy cerca de nosotros, saben bastante de esto, y se animan a darle vueltas a estos nuevos surcos de aquel soporte de PVC, nacido hace mucho y, a la vez, no hace tanto. En Estados Unidos, y en 1948, más de setenta años ya, vino al mundo este jubilado, que exige de nuevo la pensión de los hogares. Una renovada atención.
Hablando de tiempo, los hermanos Nalda, Nagel y Txiki, cuentan casi tres años -el cumple será en febrero- desde que abrieron su local en la calle Correría: Vinylora. “Nagel me dijo ‘quiero abrir una tienda’, y yo le dije ‘estás como una cabra’”, recuerda Txiki. Pero el hermano mayor insistió y, un tiempo después, los dos se encontraban buscando local, con una mano en ese empeño que les echaron Txintxu y Gorka, otra pareja que hizo lo propio hace años, abrir su espacio cultural, apostando en la vecina Zuloa por cómics y libros. Hubo más complicidades. “Nos pusimos en contacto con Power Records, porque hemos sido clientes toda la vida, y con alguna que otra tienda más, para preguntarles. Éramos nuevos y queríamos saber cómo conseguir distribución, con quién hablar…”, explica Txiki. “Nos dieron teléfonos, pistas, márgenes. No nos conocían de nada, les escribimos y se portaron muy bien”, añade Nagel, echando esta breve vista atrás. “Yo llevaba veinte años en la fábrica y me quería pirar de alguna manera. Y lo único que controlaba era el rollo de la música. Te encuentras una noticia, que si el vinilo, no se qué… Y dije “esta es la salida””. Txiki se ha movido desde los dieciocho en el mundo de la música”. Silenciados, Los Andolini o el nuevo proyecto Montalbo son algunos de los grupos que disfrutan de sus cuerdas vocales, o de las de su guitarra. Así que era algo casi natural. “Melómanos hemos sido siempre, vinilo hemos escuchado siempre. Siempre hemos estado metidos en la música de una manera u otra”.
Algo se respiraba en el panorama musical local, porque “Old Tower Stuff abrió un par de meses antes que nosotros, coincidimos hasta en preguntar por locales”, apunta Txiki. “Ahora, como quien dice, el vinilo se ha puesto ‘de moda’. Pero siempre ha estado ahí. Cuando ibas a cualquier stand de cualquier grupo famoso, o a modo de coleccionismo, siempre ha tenido un sitio. El problema es que la gente está confundiendo algo: entra un formato nuevo, desecho el anterior. Nosotros no estamos para nada en contra de ninguno de los formatos, simplemente reivindicamos que unos aportan unas cosas que otros no. En algunos no coges el material, no lo tienes entre las manos, no puedes leerlo como en el vinilo, que, por ejemplo, tiene un orden establecido de canciones, que para mí es algo muy importante, y eso te obliga a escucharlo con una base, con un tiempo. Hay discos que han marcado épocas y vidas de gente por algo”. Nagel corrobora las palabras de su hermano. “Nunca se ha ido. El rollo de la tienda era reivindicar un poco el formato físico, ahora que estaba todo llevándose al streaming, que está guay también, que tiene su lado bueno, pero se estaba convirtiendo la música en un kleenex, de usar y tirar. Tener algo en las manos, escucharlo, dedicarle un tiempo merece la pena, no se puede perder. Y sí que ha crecido. En estos dos años, casi tres, lo hemos notado. Cada vez viene más gente”.
Es evidente que hay un renovado interés, una segunda juventud del formato. Ya supera en ventas al que fue su hededero, el CD. Y también en otras ciudades surgen tiendas nuevas como estas dos del Casco Viejo gasteiztarra, que se han unido a la de siempre, Disco Láser, o a los grandes dispensadores de ocio. Cuando estos últimos recogen el testigo, se constata que algo está sucediendo de verdad. Las grandes cadenas han vuelto a desempolvar sus estanterías de vinilo. En los escaparates de electrodomésticos emergen elegantes tocadiscos y pick-ups retro. Porque los vinilos no se consumen a golpe de pantalla. Hay que cocinarlos con aguja, arar el microsurco, que vino a mejorar a su frágil precedente hecho de goma de laca, y muchos jóvenes -y no tan jóvenes- de hace unas décadas fueron dejando a aquellos equipos coger telarañas en el camarote, y ahora no tienen dónde escucharlos. Ni siquiera un equipo más cercano en el tiempo, el típico reproductor de compactos, ha aguantado el barrido de la nuevas formas de escucha. “Hay esa paradoja”, señala Nagel, “en la última feria de Durango muchos músicos decían que la gente les compra un CD casi por militancia, para echar un cable al grupo. Pero mucha gente decía: “es que no tengo dónde escucharlo”. No tienen ni lector”, añade. En la tienda, asesoran en esa restitución, y no siempre cediendo al empuje de la obsolescencia. “Con lo que hemos echado un poco de cable a la gente es explicándoles que no todo tiene por qué ser nuevo. Hay equipos en casa que se pueden recuperar, o aparatos nuevos que se pueden adaptar para poder utilizarlos. No todo es comprar. Igual tienes cosas guardadas en el trastero que te valen. No tienes que ser de oro para tener un equipo de CD o de vinilo decentes, ni mucho menos”.
Pero el dinero sí se cuela a veces en la fórmula. Vinylora demuestra -a pesar de haber vivido más en pandemia que fuera de ella- que los negocios relacionados con el vinilo tienen un futuro muy presente, pero la coyuntura, con la carencia global de materias primas, con una producción reducida a fábricas contadas, ha desvelado las tajantes prácticas del mercado. “Hemos vivido unos años en que cualquier producto se podía hacer de una forma bastante fácil”, explica Txiki, “pero un vinilo requiere una fábrica, un material. Si de repente todo el mundo quiere sacarlos eso supone un problema de producción”. Nagel toma el relevo. “Las fábricas han colapsado, no dan abasto con el parón. Ha habido novedades que se han retrasado y se ha formado un cuello de botella, ediciones que no se están realizando porque no hay tiempo material. Grupos potentes a nivel internacional sacan el disco en streaming, en CD, y en vinilo tardan un mes, dos, tres y hasta cuatro. Como no da para todos, han ido los gordos con su chequera. “La producción de esta fábrica para mí”. ¿En qué repercute? En que viene el comprador y tacatún. Hay unas cuantas discográficas potentes que sacan discos nuevos a unos precios que a nosotros nos da vergüenza. Nos vienen unas novedades para vender a 20 euros, y sin embargo otras… ¡a 44! Y vinilos de similares características”, denuncia Nagel. Cambio de cara, aguja sobre Txiki. “Me duele que venga un crío, se quede mirando el disco de Billy Eilish, ¿cuánto cuesta? Cuarenta y tantos”. “Y le agarra el padre y dice… ¡al Spotify!”, apuntilla Nagel. “Es una contradicción que quieras educar a los críos en un ambiente de cuidar la música, de escucharla, pero que luego vean a su artista favorito, y no me voy a meter en me gusta, no me gusta, me da igual… Que se creen una especie de mitos, como hemos tenido nosotros, pero luego sea inalcanzable escucharlo de la forma en que lo estás intentando inculcar. No se entiende que una multinacional ponga semejante margen sabiendo que su producto no tiene nada que envidiar al otro. Si me estuvieras hablando de una edición que incluye no sé qué… Pero hablamos de una en negro, básica, que no tiene ni libreto”.
Vinylora huye de géneros. El orden esencial de sus cajones es alfabético, con una división entre vinilos nuevos y de segunda mano, y algún rincón pequeño para jazz o autoría local -por poner ejemplos: Dead Sequoia, Nublia, Giante, Mice, Izaki Gardenak…-. “Cuando escuchábamos algo no le poníamos un nombre, simplemente era “tío, escucha esto que está de puta madre”. La música es música. No tiene que ver que tenga un género con que sea buena. Hay música que nos puede gustar o no, o música que requiere de más tiempo para entenderla. Porque no todo tiene que entrar a la primera y ser perfecto. Hay discos que puedes escuchar durante bastante tiempo y luego entender de qué va la vaina”, reflexiona Txiki. “Le damos a todos los palos. Lo más comercial la gente lo puede encontrar en El Corte Inglés. Eso igual, de entrada, no lo tenemos, pero si nos lo piden lo traemos encantados. Tenemos lo que consideramos, bajo nuestro criterio, y luego lo que vamos descubriendo”.
En la tienda manda el vinilo, pero también hay sección de CD, algunos casetes y DVDs, camisetas y bolsas -cuánto debe la tote bag al vinilo-, e incluso algo de arte local. Pero quizás, entre tantos objetos, lo inmaterial decanta la balanza. “Hay un tipo de público que tiene cariño a este tipo de tiendas pequeñas, con un trato más cercano”, reconoce Txiki. “La gente agradece mogollón el trato personal”, secunda Nagel. Presentaciones de discos, acústicos regados con cerveza de Vinylora, pinchadas… Todo eso ha comenzado poco a poco a volver al local, como vuelve el vinilo, que no es solo un soporte, sino una forma de acariciar la música. Tampoco ellos quieren una tienda, un comercio estandar. “Desde el principio nos ha gustado que sea para gente que le gusta la música, pero también para la que no conozca y quiera saber. Un espacio social. Y todo artista es bienvenido y, en lo que podamos, ayudamos… o nos dejamos ayudar”.
Existen espacios físicos como Vinylora y, en este mundo líquido, también otros efímeros, o incluso impalpables. Conocido como Viniloko, Roberto se mueve por estas últimas vías, por estas dos caras, las mismas que tiene su principal objeto de deseo. Por un lado, forma parte de esas ferias que, un par de veces al año, abril y octubre, recalan en Gasteiz, bien en los pasillos de Dendaraba, bien en el Gran Hotel Lakua. Por otro, a través de la red. Roberto se presenta, como lo haría el título de un disco, en la portada, en la galleta: “soy coleccionista”. Abundemos. “Es una manera de ampliar mi colección y financiarla, me gasto lo que gano”. Hace un par de décadas comenzó a cargar la furgoneta con dos mil discos, y a llevarla hasta el destino que tocara, que abarca un radio cercano a su ciudad, Barakaldo, el de la geografía vasca y Burgos. Comenzó también a combinar la carretera con el teclado, desgranando su colección en portales especializados. “Me fui dando cuenta de que muchos discos que tenía repes se vendían bien por Internet. Vas acumulando y, poco a poco, se acaba convirtiendo en algo más que un hobby”.
Con los años noventa, la gran mayoría de fábricas de vinilo desaparece. Las ferias se encargan entonces de llenar ese vacío, sacando a la luz las posibilidades de la segunda mano. Como su colección desde entonces, también últimamente los compradores han ido creciendo en número en estos encuentros, aunque Roberto se muestra ligeramente escéptico. “Se está poniendo de moda, sí, pero lleva así unos cuantos años. Si te fijas, la media de edad no cambia, es de 40 a 60 años, aunque sí hay algunos que han heredado la afición. Esos más jóvenes tiran al punk radical: Eskorbuto, Kortatu, Cicatriz, MCD…”. Todo ha cambiado desde que él tenía esos mismos años y comenzaba a curtir su oído con la FM, o se conseguía su primer vinilo, uno de Kansas: “O, si te gustaba alguno, te lo dejaba algún amigo”.
Ahora nunca le faltan. Está rodeado de ellos. En los espacios virtuales o en su stand de las ferias, donde se mezclan todos los estilos. Punk, metal, rock, indie, jazz, psicodelia, glam rock… Ha oído de todo, y ve de todo. ¿Qué se estila en las ferias discográficas? Tantos casos como personas. “No puedes imaginar lo que la gente busca. Por ejemplo, el ‘Use your illusion’ de Guns&Roses, que se sacaron veinte millones de copias entonces… Pues copia que encuentras, copia que vendes. Un disco de U2 no dura nada, lo cogen porque lo bailaban en su época en la discoteca. Se vende casi de todo. Yo siempre llevo algo de infantil, por ejemplo, series de televisión: ‘Vicky el Vikingo’, ‘Isidoro’… O discos de navidad. La gente todavía compra discos navideños. Y te alegra muchísimo poder tener lo que sea que te piden, o poder decirle “vete donde este otro puesto”. Muchos buscan discos que pierden, porque los discos, ya se sabe… no se pueden dejar”, bromea. Hay un ambiente con esos clientes de olfatos particulares, y otro hacia adentro, entre los responsables de los stands, entre los que giran de ciudad en ciudad para que otros puedan girar la pletina. Roberto dibuja con un compás cercano en estas salidas, pero hay quienes hacen de estas citas su quehacer, acumulando muchos miles de kilómetros anuales. “Generalmente hay buen rollo y, si hay envidia por las ventas, es envidia sana. Es algo que te engancha. Haces amigos, mucha gente te conoce de los discos”. Y, si miramos concretamente a Gasteiz, ¿cuál es su identidad musical? ¿El jazz, por ejemplo, tiene algo de poso extra por el festival? “Se vende, pero de jazz se publica menos y para gente más melómana. Si de hard rock vendo cincuenta, de jazz tres. Pero, no es por hacer la pelota a los alaveses, en Vitoria ha habido siempre más cultura musical que en Bilbao. Ya estaban con Pink Floyd cuando por aquí seguían con Antonio Molina”.
Roberto concede que los grupos han recuperado la costumbre de sacar sus trabajos en vinilo, sobre todo “para diferenciarse. Pero igual sacan cien copias. Y esas cien copias las compran los amigos, las venden en los bolos. No es beneficio. Les da caché, pero no es más que eso”. No es lo que buscan quienes se acercan hasta las ferias, pero sí ese formato. Es cuestión de emociones, y por eso el vinilo manda y es el principal cabeza de cartel. Roberto Viniloko también lleva algunos compactos, pero “el CD es más frío, con esa carátula de plástico. El sonido es bueno, sí, pero no tiene la gracia, el rasgueo de la aguja”. Por no hablar de ilustraciones, fotos, libretos… Casi un objeto artístico.
¿Qué es lo que, cuanto más le quitas, más grande es?, pregunta la adivinanza. El agujero. Algo así sucede con el coleccionismo. La afición de Roberto Viniloko es retroactiva. Crece alimentando a la par la de los otros. Hay quien quiere todas las ediciones, todas las variaciones de un mismo disco, o quien se decanta por un autor. O quien se tira de los pelos, como él, cuando descubrió que una discoteca cercana cerraba persiana y se deshacía de todo su patrimonio musical, sin pensar, sin contemplaciones. Roberto se enteró tarde. “La Garden, en Bilbao, tiró todo su material, dos contenedores de discos”. No es por compulsión, es pena por lo que se perdió ahí. Respeto, pasión por un formato que crea adicción. “Es como el que colecciona monedas. Y puede ser obsesivo. La cosa es, como todo, si tienes dinero y lo puedes pagar. Lo que más se busca, quizás, son los discos promocionales. Esos discos, como hay tan pocos, se pagan burradas por ellos. Se paga la escasez. Yo, la verdad, prefiero irme de vacaciones”.
A Iñaki García Uriarte también le duele escuchar la anécdota de los contenedores. Igu es el vocalista de The Allnighters, una banda gasteiztarra que ha trascendido más allá de nuestras fronteras con su sonido, entre el soul y el blues, que bebe de aquellos años cincuenta en los que el vinilo comenzaba a conquistar los giradiscos, voraz como un niño. Su relación con el formato tiene más caras que la A y la B. Se le podría añadir un EP, como el que su banda incluyó en uno de sus lanzamientos, ‘Keep On Keepin’ On’. Porque Igu siempre ha comprado vinilos, y también los ha grabado con Allnighters, pero a esas dos claves se añade además que los pincha ante el público, lo que aporta otra perspectiva para discernir si estamos ante una resurrección o no.
“En la escena en la que me muevo el vinilo nunca se ha ido”, afirma, “una temporada sí que éramos los perros verdes, cuando el CD, el digital, lo desplazó. Es cierto que ahora sí que ha vuelto un poco más, y da gusto ver a grupos nuevos que sacan vinilos. También se ven un montón de productos, de tocadiscos, algunos con un sonido no muy allá”. Con la banda la decisión siempre ha estado clara. Cada trabajo que han sacado contaba, al menos, con su vertiente en este formato, cuando no únicamente en él. La razón descansa en la calidad. “Tampoco soy un talibán técnico”, explica Igu, pero sabe muy bien de lo que habla. A grandes rasgos, resume, en el mastering que deriva en un compact disc las frecuencias se recortan, se eliminan de la ecuación los picos más agudos y los más graves, anulando, cuando se llevan a volúmenes altos, la posible distorsión. El vinilo, sin embargo, conserva esos picos. Igu no denigra al CD, pero “en igualdad de condiciones el vinilo es más cálido, tiene esas frecuencias que se pierden en lo digital. Tiene más graves, más pegada”.
Los oídos, sin embargo, generación a generación van olvidando degustar esas calidades. La música se escucha cada vez más en los bafles del ordenador, cuando no en el móvil. Y esa traslación, esa devaluación, de alguna forma, ha afectado a su faceta de pinchadiscos. “Ha habido un descalabro horroroso”, confiesa. Aunque perviven los DJs que llevan su pesada maleta llena de vinilos, de sala en sala, los que aparecen con el pendrive o tiran de listas “han ido imponiéndose; en muchos locales hasta han vendido los equipos, y tienes que llevar los dos platos, el mezclador…, montando para la ocasión”. La realidad tiene su doble cara -el símil o el chiste fácil aflora una vez más-, porque mientras con un simple click el acceso a temas es casi infinito, una maleta, todos lo sabemos, tiene límites. “Da rabia que estés pinchando, venga alguien y te diga ‘¿no tendrás…? Y no lo tienes”. Con una colección digital infinita es muy fácil, en una sesión entre varios disc-jockeys -aprendemos con Igu jerga del ramo- eso que llaman pisarse el tema. “Pero la gente que sabe valora”.
Buena valoración sacó de la última y reciente edición del festival gasteiztarra Midnight Boogie Weekend, del que es uno de los impulsores, aunque la primera jornada no salió tan redonda -nos envenena la metáfora- como esperaban. Hubo que competir con la pandemia, con el clima. “Desde el punto de vista artístico salimos encantados, en cuanto al económico más justos”. Las emociones, una vez más, tratando de imponerse a las cifras. Pero los números, a veces, dejan su surco de vaticinio. Otros, los de unas fechas, le avisaban ya, hace más de un lustro, de una realidad actualmente más patente. “Con el último disco que sacamos, ‘Everything is changing’, tuvimos ya el problema de que la producción se retrasó. Salió en CD en agosto, y en vinilo en diciembre”. Era la consecuencia de tener “una prensa para todos”. Hace unos años, con la industria del vinilo en terrenos más testimoniales, el motor productivo era exiguo. Todo pasaba por Chequia, la meca fabril. “Siempre hay una matriz que tiene que marcar los surcos en el vinilo virgen, por muchas máquinas que tengas…”. Ahora, escuchando la creciente demanda, van apareciendo prensas nuevas, y más cercanas, aunque siguen siendo pocas. La de la empresa castellonense Krakatoa Records, apunta, o, más cerca, en Urduliz, la de Press Play Vinyl. Hacia esas coordenadas apuntan los tiros para las próximas canciones de The Allnighters, que ya están cocinándose y cuentan con nueva incorporación a las baquetas, la de Alfonso Aranguren. Eso sí, lo más probable es que la publicación siga una nueva dinámica. “Ahora prima la inmediatez, muchos grupos no sacan ya ni discos físicos y, si sacan uno, con doce canciones, se pincha una y se olvida. Viendo el percal la idea puede ser grabar e ir sacando un tema cada equis meses”.
Y, por qué no, culminar todo con una recopilación final, a la vieja usanza. Sería otro ejemplar para la amplia colección de Igu. “Últimamente no ha crecido tanto, compro menos que antes”, reconoce. El confinamiento, al menos, le proporcionó un tiempo “apacible para ordenarla”, para descubrir esas típicas disonancias ocultas en la masa. Discos de los que descubrió dos copias en su haber, y que podrían acabar, quién sabe, en las baldas de Vinylora, o en el stand de Viniloko. Pero ahora -aunque viene mucho a Gasteiz-, Igu vive en una gran urbe, así que otros ejemplares no tardarán en tomar relevo en su colección. “Hay tiendas que han cerrado en Madrid, pero a la vez otras han abierto. Hay un montón de sitios interesantes, una docena más o menos”. Como un negocio, en la zona de Cascorro, que se bautiza de modo rotundo. “¡Sin Morralla Records!”, ríe Igu.
Eso es lo que persigue todo fiel del vinilo. La crema del plástico. Lo mejor, siempre bien dispuesto junto a su equipo. Esta nueva circulación, este nuevo cauce que toma el surco, ha puesto a sonar de nuevo los amplificadores en casas y pistas de baile. ¿El vinilo ha vuelto? El vinilo no ha dejado nunca de ir y venir. Se para solo para cambiar de lado, para volver a empezar. Para rebelarse ante cualquier supuesto ataque. Su velocidad, no en vano, es la de la revolución. Una revolución paciente. El vinilo crece, se encarece, reaparece. Su tiempo es valioso. Porque es tiempo para degustar la música. El vinilo canta. Y le cantan. Lo hizo Eddie Vedder, con Pearl Jam, en los noventa, cuando amenazaba con extinguirse, cuando todos vaticinaban su hora final. “En esa travesía en el desierto se editaban rythm&blues, soul y garaje; son esos sonidos más retros los que lo mantuvieron”, recuerda Igu. Ahora, un cuarto de siglo después, quizás aquel grunge que pegaba entonces fuerte tenga también ya esa condición de retro. Quizás se pueda evocar lanzando un algo pedante pero certero ¡in illo tempore!. Pero el mensaje, como la música, sigue vigente cada vez que se resucita la grabación. Cada vez que se mueve la palanca y la aguja desciende para tomar el surco, con ese crujido único que despierta las ganas de moverse. De bailar una vez más. “Spin, spin… SPIN THE BLACK CIRCLE!!!”.
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