SerialK | “En busca del arca perdida”- Mr. Robot | Guillermo Paniagua
2015. Diez destellos estroboscópicos, perfectamente serializados, ametrallan anónimamente el Estado Profundo. Binaria en su código y en su personalidad, la primera temporada de la serie de Sam Esmail, Mr. Robot, encauza algorítmicamente el malestar generacional.
1999. Dos conflagraciones cromáticas grafiteaban los cimientos de la cultura popular audiovisual. Expansiva con mucha onda, una estética y temática avasalladora bipolar se imponía con la obra de David Fincher, El club de la lucha, y de las Hermanas Wachowski, Matrix.
1998. Un haz de luz blanconegruno mordisqueaba aquellos mismos pilares fundacionales. Incisivo pero de mandíbula discreta, el primer y genial largometraje de Darren Aronofsky, Pi, fe en el caos, se limitaba a indicarles a sus venideras hermanas donde hincarle el diente a la bestia.
Frenemos aquí este ejercicio de arqueología cinematográfica tan insaciable como inagotable es el perseguido manantial primigenio. Ni el animé Akira (1988), ni Blade Runner (1982), pondrán fin a esta escalada invertida. Ni el manga o la novela de las que se inspiraron. La estela cyberpunk en la que timonea Mr. Robot proviene de grandes buques zarpados en los mares ochenteros, barcos cargados de sueños y pesadillas de celuloide o celulosa, pero ninguno de ellos tan potente como para hacerse cargo del origen -el arché– de este movimiento contracultural. Para eso hay que hablar de otro barco, infraestructura material, altamente motorizada, cargada de armas y dinero que ensayó su artillería en las costas del Cono Sur latinoamericano a mediados de los 70. Una nave muy peculiar que tras su exitoso estreno a manos de generaluchos y terratenientes locales recibió el visto bueno para surcar mares rumbo norte y ofrecer su mercancía, ahora sí, al mundo civilizado. Un mediocre actor hollywoodiense ungido emperador de las galaxias y una dama de tanto hierro que reprimía al carbón se encargaron de aupar este crucero del amor a la fama mundial. Empapado de un brebaje con burbujas financieras e inmobiliarias, humanas y herméticas, el neoliberalismo globalizado, así bautizado, se despedía de la fragata y se montaba en el drone. Tras el game over setentero y el posterior formateo del disco duro soviético una nueva partida empezaba para los movimientos contraculturales.
Este es el sofocante contexto en el que se nutre y debate Mr. Robot. Vástago ejemplar de otra generación perdida, la serie de Sam Esmail explora con talento el registro del thriller psicológico, político-conspirativo, de la mano y mente adiestrada de un joven hacker bipolar, Elliot, comprometido con la destrucción de una ignominiosa trasnacional financiera. Como hiciera Utopia, una de las mejores series de este principio de siglo, Mr Robot, aunque a ritmo más sosegado, narra una historia compleja, con giros exigentes y estética sofisticada que salvo en una segunda temporada un tanto confusa y pretenciosa, logra retratar clínicamente la sádica normalidad del sistema y la fría excepcionalidad de un grupo de jóvenes decididos a subvertirlo. Las vicisitudes de una resistencia computadorizada alejada del calor de las masas combinadas a los disturbios psicológicos de un protagonista alejado del calor del hogar serán los explosivos ingredientes narrativos de esta batalla desigual, un tanto desesperada, embebida de geopolítica y de soledad sistémica.
Y es que, como apuntábamos en anteriores entregas, las alambicadas estrategias de supervivencia en un mundo de la pena (y del) capital ofrecen un panorama tan desesperante socialmente como jugoso narrativamente. Si la mayoría de las grandes propuestas seriales ponen el acento crítico en una pesadumbre generalizada, normalmente centrada en individuos descolocados y mortalmente heridos, con Mr. Robot pasamos a la ofensiva, con un malestar encauzado por un relato de guerrilla cibernética anticapitalista, emburbujada, eso sí, y conspirativa, cómo no, fiel síntoma de un momento histórico donde el personaje principal del relato emancipador- las masas trabajadoras- fue expulsado de una ecuación revolucionaria, al parecer, demasiado difícil de resolver. Mientras, en el mar, la utopía organizada sigue a la deriva en aquellas diminutas balsas en las que las fragatas neoliberales convirtieron el arca del Che.
En fase con este mar turbulento, Mr. Robot se impondrá a buen seguro con su oscura y rebelde belleza como un exponente serial de culto insoslayable en venideras tentativas arqueológicas del cyberpunk. Mientras, por nuestra parte y desde nuestra propia balsa, no nos queda más para ofrecer que un jugueteo final con nuestra propuesta inicial y esperar al menos que aquellas futuras escaladas al revés se escriban desde la indiscreta luz del día, en una plaza pública atiborrada de cuerpos anónimos pero de rebosante personalidad, plenario bullicioso e intergeneracional con algo de ritmo y, sobre todo, en un estado profundo de bienestar. De la conformación de este akelarre, gran timonel de un arca reconstruida, dependerá la irrupción protagónica de las masas en la cultura popular audiovisual.
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