SerialK | “Misión imposible”- The Americans | Guillermo Paniagua
Sucedió en el aeropuerto de Viena. Ni silencio invernal, ni bruma madrugadora traicionada por pitillos apurados, ni gabardinas reestilizadas por la inspiración de una hélice. Ningún condimento de aquella época histórica en la que por efecto performativo del relato cinematográfico la gente vivía en blanco y negro al compás de una chillona voz nasal se había citado en la antigua capital imperial. Tampoco se encontraron rastros de aquella década posterior de colores vermut-oliva y seductoras entonaciones guturales. El 9 de julio del 2010, a mediodía y ante multitud de cámaras, presumiendo de petos fosforescentes y entre insulsos aviones comerciales, se efectuaba un intercambio de espías entre Rusia y EEUU, el más importante realizado desde la Guerra Fría. En este día contradictorio para el imaginario colectivo se confirmaba la existencia del morboso unicornio del romanticismo político, el espía, pero al mismo tiempo, al extraerlo de su hábitat natural y soltarlo obscenamente en nuestro ecosistema desencantado, el constructo de leyendas se convertía en una suerte de topo rechonchete curiosamente enceguecido por la luz del día. Ante ello, ante una frustración similar a la provocada por los zoológicos con su contradictorio empeño en desanimalizar el animal para atisbar a la bestia, tocaba liberar al objeto del deseo y llevarlo de vuelta a su entorno vital, el de la ficción, único universo donde se nos permite -si se hacen bien las cosas- utilizar luz para contemplar la oscuridad. Tres años habría que esperar para que Joe Weisberg con su inmensa serie The Americans (2013) se hiciera cargo de este tour de force.
Para ello, la palanca narrativa no fue otra que la de reescribir la historia de dos de los diez espías rusos objeto de este trueque vienés; concretamente, una pareja de agentes infiltrados que llevaban una década viviendo en suelo estadounidense, padre y madre de familia modélica con sus dos hijos de rigor. Con semejante maravilla de la ingeniería quintacolumnista rusa en sus manos el creador de esta serie podría haberse limitado a trasladarla a tierras narrativamente más fértiles -la última década de la Guerra Fría- y a incitar a sus personajes, cual lobo encubierto y hambriento de carne roja, a contemplar sus colmillos. Sin embargo, más abuelita que canino voraz, Weisberg con paciencia y cariño infinito se servirá de la cruzada reaganiana de las Guerra de las Galaxias, de la Contra y de los muyaidines como excusa para acercarse y escuchar mejor a Elizabeth y Philip, la subyugante pareja de The Americans interpretada por Keri Russell y Matthew Rhys. Así, seguiremos a unos Jennings condenados a reproducir a raja tabla el American way of life en su casa del típico suburbio acomodado de Washington DC para poder ejercer de agentes durmientes de una sección ultra secreta de la KGB, con una hija y un hijo nacidos en territorio enemigo que desconocen totalmente la identidad y los quehaceres materno-paternales, y con un vecino, Stan, impecablemente interpretado por Noah Emmerich, que resulta ser un taciturno y avispado agente de contrainteligencia del FBI.
De esta manera, como hiciera anteriormente Los Soprano con el culebrón familiar y el género mafioso, The Americans asume el reto de encarar un drama intimista, de silencios y miradas cómplices o incomprendidas, de comidas familiares tan incómodas y forzadas como tantas otras, a la vez que explorar el género de espías en sus aspectos más cerebrales, comedidos, fascinante ciencia exacta de la organización, de la eficacia y de la eficiencia. Con un ritmo pausado pero de fluidez hipnotizante, de tensión creciente, con arrebatos de violencia- siempre controlada- y con escenas donde la banda sonora, la dirección de actores y su propio desempeño logran cuotas inéditas de sutileza, Joe Weisberg nos entrega un relato descarnado sobre la tensión muscular que existe entre el compromiso militante y el compromiso familiar. Potencial desgarro que no se debe tanto al pretendido conservadurismo de éste y el carácter revolucionario de aquel sino más bien al difícil maridaje de dos lealtades que beben de una misma fuente -la entrega incondicional al bienestar del prójimo, a la construcción de una comunidad de personas emancipadas- y que por esa misma noble razón no terminan de acordar un agenda y protocolo común para deshojar la margarita. Un desafío brillantemente superado por este relato anfibio que una vez desovillado pondrá a las mujeres como principales figuras encargadas de dinamizar la maquinaria, tanto en su planificación como en su ejecución, las únicas capaces de ofrecernos escenas tan increíblemente creíbles como aquellas en las que presenciaremos reuniones transgeneracionales cobijadas en la privacidad de un piso franco. En estos inolvidables cónclaves de sororidad soviética a tres bandas tomaremos parte en la preparación de añorados platos tan típicamente rusos como los programas de televisión visionados, suerte de poción mágica que azuzará complicidades de género, familiar y militante en unas escenas divertidas y entrañables, serias y disciplinadas, donde se revelarán historias íntimas y de país para asegurar el relevo en el combate colectivo de mañana.
A esta primera tensión dramática genialmente escudriñada se le suma otra fundamental, o más bien fundacional, ya no del músculo sino del esqueleto narrativo de esta serie. Si se me permite la formulación, The Americans logra, espiando a los espías, sonsacarles información clasificada acerca de la primacía que desde una cierta tradición filosófica, la materialista, se le da a la práctica en la constitución de la subjetividad. Así, desde Pascal pasando por Marx y William James, estirando el chicle hasta Wittgenstein, esta corriente nos viene susurrando al oído que para poder creer hay que ponerse a rezar, que no se llora por pena sino que se tiene pena por llorar, que las condiciones o formas de vida no son productos de la conciencia sino su marco constituyente. Dicho en plata y rápidamente, “somos lo que hacemos” y si para cualquier militante revolucionario estar embebido de los patrones de conducta del sistema que se quiere derrocar es una realidad tan inevitable como problemática, en el caso concreto de estos agentes infiltrados de la KGB, comunistas aislados de sus país y de sus compañeros a la vez que obligados durante décadas a cumplir religiosamente los criterios de un modelo de vida antagónico, la contradicción, entonces, se agudiza exponencialmente. En pocas palabras, el problema de Philip y Elizabeth como buenos comunistas y actores que son, tanto o más que los actores que les dan vida, es que tienen que convertirse en sus personajes para erradicar el guión que les insufla vida. Y eso, llevar el mimetismo hasta parajes insondables, lo más probable es que conlleve secuelas.
Ante semejante contradicción y en un alevoso acto de cobardía crítica este texto está siendo redactado a falta de tres capítulos para terminar la sexta y última temporada. El problema evidentemente no reside – al menos eso creemos- en un ya digerido y inevitable patético desenlace histórico de la lucha retratada en esta obra, sino en temer que una propuesta de semejante sutileza a la hora de tratar un tema tan delicado y controvertido no logre aguantar la tensión, o quién sabe, la presión, hasta el final. Al fin y al cabo, hablamos del miedo de pasar de una gran serie donde las adscripciones ideológicas están enraizadas en la práctica contradictoria de lo cotidiano a otra que se deslice torpemente, una vez más en los relatos ficcionales, hacia el retrato del comunismo como misión imposible.
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