Los mayores somos personas
Corría el año 2015 cuando la entonces Directora del Fondo Monetario Internacional pronunció aquella frase estremecedora: “El pago de las pensiones a los muchos pensionistas que tenemos puede poner en riesgo la economía global”. El trasfondo de aquella frase era escalofriante. Según Christine Lagarde, el sostenimiento de la tercera edad es una carga insostenible para el capitalismo mundial. La frase dejaba colgando preguntas amenazantes: ¿Qué hacer con tanto viejo? ¿El sistema tiene que financiar las muchas necesidades de los mayores? ¿Por qué no alargar la edad de jubilación para que los mayores trabajen más y vivan menos?
Pronto se vio que aquel brutal planteamiento no era exclusivo de la señora Lagarde. Una vez asentada la idea, numerosos economistas, políticos y tertulianos se fueron expresando de forma parecida: según ellos, las personas mayores somos una carcoma para el sistema capitalista y este tiene que protegerse exprimiéndolos. Había llegado el tiempo de privatizar los servicios a la tercera edad y así surgieron las residencias privadas. A partir de entonces, las instituciones delegan esta tarea en empresas capitalistas que invierten sus fondos para esquilmar a los mayores. Algunos de estos establecimientos, de aspecto lujoso, son promovidos mediante un marketing deslumbrante; sus vestíbulos se asemejan a hoteles de cinco estrellas y los protocolos de ingreso rezuman una amabilidad calculada y empalagosa. En su oferta garantizan a los usuarios una atención integral y personalizada pero la realidad es diferente.
El número del personal trabajador (en su gran mayoría femenino) se achica. Se intenta cubrir las necesidades de los usuarios con plantillas mermadas; como mermados son los sueldos de un personal laboral sobrecargado hasta la explotación. Conceptos básicos como alimentación y salud se ajustan al milímetro. Otros conceptos prescindibles como el uso del teléfono, la pasta de dientes, los champús para el aseo personal van engordando una minuta de gastos extras que se adjuntan a las ya abultadas facturas mensuales. En esta máquina tragaperras, los ahorros de los residentes se van diluyendo como azucarillos en el agua.
La pandemia que nos azota ha contribuido a evidenciar este sistema de atención explotador e inhumano. A los usuarios se los infantiliza para deslegitimar por adelantado las quejas que puedan expresar: “como están medio lelos, no hay que hacer caso a lo que dicen”. A los familiares se los aleja para que no puedan observar lo que está sucediendo y, en consecuencia, no puedan denunciarlo: “váyase usted tranquila de vacaciones que nosotros nos encargamos de cuidar a su familiar”. En estas condiciones, resulta relativamente fácil determinar que una anciana contaminada debe quedar en la residencia para que muera sin atención hospitalaria. Ya ha ocurrido y nadie ha rendido cuentas por esta dejación criminal.
El día 13 de setiembre, las y los pensionistas de Euskal Herria hemos vuelto a las calles para reivindicar, como cada lunes, nuestros derechos. Reclamamos pensiones dignas, atención sanitaria, servicios públicos, pero, sobre todo, exigimos ser tratados con respeto. No somos basura de la que hay que desprenderse porque apesta. Somos nada más y nada menos que personas.
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