Hablemos de la muerte
Una de las cosas que nos identifica como personas son las prácticas de las que nos dotamos para enfrentar la muerte en nuestras culturas. Y como seres relaciones que somos, estos ritos nos ayudan a despedir a nuestras muertas.
Hace no tantos años en nuestros pueblos era frecuente, si eras una persona anciana, morirse en la casa donde habitabas. La muerte era una parte de la vida. Sin idealizarlo mucho, ya que eran las mujeres las que se encargaban de amortajar a las muertas, en una labor que incluía el cuidadoso cerrado de boca con un pañuelo anudado de la mandíbula a la cabeza, la boca ya no podía quedarse abierta, así como la bajada de párpados de unos ojos que ya no podían ver, que dejaban de comunicarse con su exterior. También se le ponían unas compresas en el culo para que ninguna materia sobrante estropeara la última despedida. De esta manera seguía siendo lo que era hasta ese momento,sin maquillaje material.
Este sellado encarnaba descarnadamente la puerta que se abre de un cuerpo hacia su finitud. Las personas que abrían esta puerta eran las mujeres de la casa, entre las que correteaban las más pequeñas de esta. Con ternura lavaban con toallas ligeramente humedecidas esa piel fría e inerte, la peinaban, le ponían sus mejores ropas y preparaban la habitación para custodiar ese cuerpo, que todavía les pertenecía, hasta el momento de la salida de su casa. Último contacto físico posible. En este tiempo venían las vecinas del pueblo a darle su último adiós, entre rezos y pésames a la familia. La religión cristiana también nos robó el privilegio de encarar la despedida con una última conversación reparadora.
Los hombres se dedicaban a traer la caja de madera, siempre había un carpintero cercano, hablar con el cura y, sus convecinos, a cavar el agujero en la tierra que limitaría para siempre el espacio físico entre la vida y la muerte.
Estos espacios de cercanía, confianza y seguridad, los cuidados de las personas más vulnerables, eran el mandato asignado a las mujeres trabajadoras.
-oh, patriarcado! Que nos ha elegido como porteadoras de la vida y la muerte y de la muerte en vida.
Hoy el amor ha derretido al mandato femenino aupándolo al altar de lo precario, endiosándolo en su relación complementaria a lo media naranja. Amor que cuida! Cuidado con amor!
Este amor precario que asalta el espacio de lo productivo con las mismas figurantes, las mujeres. Cuidadoras de la muerte que va despegándose de la vida y a los cuerpos que las transitan. Actrices secundarias en un papel poco pagado, muy penoso y… lleno de amor.
Y ya sabemos que el amor todo lo recompensa. Te lo dirán los empresarios dueños de esas residencias privadas que miden sus beneficios por el grado de satisfacción emocional conseguido en su necesaria labor social.
Porque las prácticas de muerte están bien camufladas en centros de confinamiento de personas ancianas, bajo edificios públicos espectaculares en su arquitectura exterior y tan aislados en su estructura interior, o en edificios de estética acogedora que encierran las condiciones más precarias del mercado. O donde siempre lo han estado, en sus propias casas con una cuidadora precaria de su cariño o de su origen.
Prácticas de muerte que también se aplican a todas estas trabajadoras, en centros o en casas. Prácticas más acusadas en tiempos de pandemia. Aquí es donde se uniforman los cuerpos-objeto a atender y los cuerpos-objeto que atienden, después de haberlos desrelacionado de todo su mundo de afectos, aislados en un mismo espacio, bailando con la muerte en vida.
La única relación posible se transmuta en una interacción de cuerpos que se expresan con miradas, incoherencias, gritos, que solo la confianza puede descifrar. Esta confianza es difícil de conseguir después de esta desconexión relacional. Desconexión como primer paso del capital para volvernos más vulnerables en la exigencia de nuestros derechos y para que así nadie pueda reivindicar los derechos de las personas que no tienen voz.
De esta manera, el padre estado, imperial por extranjero y con sus instituciones al mando (ya sean fuerzas de seguridad, ya sean sus sucursales de servicios sociales…), nos coloca en el lugar que el capital necesita en cada momento. Un padre agónico con diferentes disfraces y al dictado de su padrino, el joven neoliberalismo. Un padre que aísla a las personas ancianas en su práctica de muerte, un padre autoritario en imponer sus prácticas de vida para la muerte, un padre que extrae de las trabajadoras su jugo para dar de beber al que las explota, ese es un padre maltratador.
La muerte, la muerte nos ronda y bailamos con ella, pero no es nuestra coreografía, no es nuestro baile de pueblo, nos han expropiado también la manera de despedir a nuestras muertas.
Nosotras somos esas muertas.
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