Sin clase trabajadora, no hay ciudad posible!
A finales de septiembre me fui unos días de vacaciones a Mallorca. Hacía mucho tiempo que no lo hacía, y cada vez me genera más conflicto: quién está trabajando y quién está consumiendo, qué impacto dejamos sobre el territorio y si realmente puede existir un turismo sostenible y local. Aun así, decidí ir, convencida de que, a finales de septiembre, ya no habría tanta gente. Ingenua de mí: al aterrizar en Palma, el aeropuerto era un hormiguero lleno de turistas del norte de Europa.
Los primeros días visité el norte de la isla, la Serra de Tramuntana. El paisaje era espectacular, pero los pueblos costeros estaban saturados. Carteles en inglés y francés, tiendas de souvenirs, locales para alquilar bicicletas y barcos, restaurantes pensados para visitantes… una postal vacía de vida cotidiana. Cuando me encontré con una amiga mallorquina y se lo comenté, me dijo que ya lo daban por hecho: eran zonas donde la gente de allí no podía hacer vida, pero que “había que ver”. También me explicó que muchas personas que realmente viven y trabajan en la isla han sido expulsadas hacia el interior, a pueblos como Manacor. En la costa, solo quedan hoteles y segundas residencias.
Para entender cómo la gentrificación y el turismo han atravesado mi vida —y, por tanto, mi militancia—, creo que es necesario aclarar de dónde vengo: soy del barrio del Poblet, mal llamado Sagrada Família, en Barcelona. He nacido y vivido allí 24 años de mi vida, y he podido experimentar en mi propio barrio un proceso de turistificación atroz que lo ha convertido en un escaparate de paellas y sangría, aniquilando gran parte de la vida y la organización vecinal que existían en el Poblet. Pero verlo replicado en otro territorio, como Mallorca, me hizo ser consciente de la verdadera dimensión del problema: un mismo modelo que avanza y destruye allá donde llega.
Para profundizar, leí sobre cómo operan la gentrificación y el turismo en los tejidos vecinales. El antropólogo Marc Dalmau, en La expropiación de la ciudad popular (Pol·len Edicions, 2023), explica que la gentrificación es “el proceso de desplazamiento socioespacial que ocurre cuando grupos poblacionales pertenecientes a las clases bajas o medias-bajas son sustituidos por otros de clase media y media-alta en un determinado espacio”. La turistificación, en cambio, lo abarca todo: vivienda, trabajo, cultura, espacio público, servicios. Pero más allá de eso, me parece interesante recuperar lo que él llama el síndrome de afectación, que define como “un mecanismo de desarticulación comunitaria, fragmentación del vínculo social y descomposición de clase producido para facilitar y legitimar el desplazamiento forzado de las familias de clase trabajadora de los espacios urbanos centrales e impedir cualquier indicio de resistencia al modo de acumulación y a la apropiación capitalista de la ciudad”.
Por tanto, lo que encontramos en los territorios donde se producen procesos como estos es la exclusión de la clase trabajadora, con todas las consecuencias que eso comporta: debilitamiento del tejido vecinal y asociativo hasta su desaparición, disolución de la identidad local y reducción y empobrecimiento de los servicios básicos para la vida, entre otros. La conversión de la vida en las ciudades en objetivo del capital —su transformación en mercancía— no solo destruye el tejido social, sino que acaba degradando la vida de las personas con tal intensidad que provoca enfermedades mentales y problemas de salud pública.
Ante esta realidad, es importante recordar que la turistificación y la gentrificación no son fenómenos naturales: son consecuencia directa de un modelo económico que pone el beneficio por encima de la vida. Y es precisamente la clase trabajadora quien paga el precio más alto: expulsada de sus barrios, precarizada en el mercado laboral y convertida en mano de obra barata al servicio del turismo. Recuperar la ciudad y el territorio pasa por poner en el centro el derecho a vivir, a trabajar y a construir comunidad. La ciudad debe dejar de ser un negocio para volver a ser un espacio de vida, de cuidados y de dignidad. Porque sin clase trabajadora, no hay ciudad posible.
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