El rock de Vivaldi
Para una amante del bajo eléctrico, de los riffs, de la locura psicodélica de los solos del árido y místico rock del desierto la profundidad de un chelo en manos de Casals era tan conocida como el origen de la materia oscura. Esta ignorancia estaba sustentada por una descarada superioridad musical típica de una adolescencia marcada por la chupa de cuero y los gritos a pulmón partido en las noches de atmósfera humeante y lumínica de los antros nocturnos que frecuentaba.
Y esa supremacía musical me ha perseguido una década después hasta encontrarme encerrada en casa con mis pósters, cds y vinilos más oscuros dando vueltas y más vueltas bajo la ajuga del tocadiscos y provocando más de un trastorno auditivo en mis compañeras felinas y en alguna que otra vecina humana.
Es entonces cuando llega la siempre fatigosa rutina de ponerse a estudiar y tener que escoger una música que no distraiga mi acostumbradamente ajetreada cabecita y no haga que mis bolígrafos se conviertan en improvisadas baquetas que golpean cada libro en ritmos discordantes y aleatorios. Y sí, todas hemos recurrido al tan relajante y manido “lofi jazz”, “chill hop” o esa variedad de jazz artificial que mezcla melodías repetitivas con sonidos cotidianos de cafeterías y bibliotecas y fenómenos meteorológicos (el más popular es siempre la lluvia).
Y por algún tiempo funciona, te relajas, te centras en las interminables líneas a memorizar, en los esquemas de colores y en las preguntas al margen pero como todo, acaba resultando tedioso, ya no te sirve y de pronto, como esperando su turno en la enorme lista de planes de futuro que nunca harás, un disco de Casals y un vídeo escogido al azar de Vivaldi se cuelan en tu mente, en tu oído y en tu rutina.
Te sorprendes agitando los brazos al ritmo de las estaciones de Vivaldi, el invierno es especialmente enérgico, o tarareando al leve ritmo del piano de Shigeru Umebayashi en el lugar en el que antes había sonidos sintéticos del rumor del oleaje o del viento pasando las hojas de un libro.
En época de catástrofes, ha sido uno de los descubrimientos personales más inusuales y placenteros que he experimentado. Sin tener siquiera oído para tararear bien la tonadilla de una canción infantil, he sentido una extrema profundidad y complejidad al escuchar las teclas de los pianos, los silbidos de las flautas y los desgarradores chillidos de los violines de sinfonías cuyos autores comparten estantería con mis amados Kyuss o The Soulbreaker Company.
Para algunas habrá sido el yoga, la lectura o los puzles. Yo ya era maestrilla de todas las aficiones solitarias pero la música clásica ha ganado una posición en mi larga lista de curiosidades y gustos y tras no pocas reticencias las Fender comienzan a acostumbrarse a los Stradivarius.
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