Cáncer emocional
Sabes que tus compañeros de clase lo hacen. Algunos lo ocultan y lo niegan en un intento de salvaguardar esa impresión de chicos tímidos y sensibles que están por encima de eso, otros se jactan, presumen y comentan en público la última barbaridad que han consumido. Sabes que tu hermano lo hace, recuerdas aquella vez en la que le pillaron con las manos en la masa, literalmente. Sabes que tus amigos lo hacen, no has tenido la valentía de salir de vuestro grupo de WhatsApp, ese que está plagado de bromas, imágenes y videos que te revuelven las entrañas y el cerebro cada vez que se descargan en tu móvil. Quizás, a estas alturas, incluso sabes que tu pareja lo hace, lo comenta superficialmente, como si de una época remota se tratase y restándole importancia. Estamos hablando del consumo de pornografía.
Esta realidad es cada vez más habitual tanto en chicos como en chicas adolescentes. La edad de consumo es más temprana y el uso del mismo es cada vez más frecuente. De hecho, la pornografía constituye la única fuente de educación sexual de muchos jóvenes, y digo educación con toda la ironía que merece, por tratarse, esta industria tan rentable, en una fuente de desinformación, un medio que genera expectativas distorsionadas de la realidad y que sigue promoviendo violencia, relaciones de poder y que puede generar graves daños psicológicos.
El enorme peligro de promover esta industria, no sólo reside en tomar de ejemplo la exageración de las relaciones sexuales y aplicarla a las relaciones afectivas en la vida real, con la infinidad de consecuencias dañinas que ello implica, sino también en la ligereza y aceptada complicidad de nuestra sociedad. Qué universales son los sentimientos y reacciones en los primeros encuentros con la pornografía: el miedo, el asco, la curiosidad, la incomprensión y la culpa. Y aún así, como cualquier otra droga, los hay que repiten una y otra vez, y no son pocos los que se convierten en adictos.
Y, como no, una droga que se consume de forma habitual, comienza a generar tolerancia y hay que subir la dosis para llegar al estado placentero de previos consumos. Con el porno pasa exactamente igual, lo que antes excitaba, aburre y los contenidos se vuelven cada vez más violentos, se comienza a explorar “géneros” nuevos y se empiezan a sobrepasar líneas rojas que jamás se hubiesen tenido ni que marcar. Uno de los aspectos más inquietantes de todo esto es que se llega a la realidad cotidiana de que la violencia es excitante y placentera.
La excusa más habitual suele ser que es puro teatro, y que los actores porno no son personas que conozcamos. Los deshumanizamos, los despojamos de rostro y los consideramos meros trozos de carne especializados en nuestro entretenimiento. Por lo tanto, casi son nuestros propios consoladores animados. Ojo, aquí también hay trampa cuando solapamos el porno a las vivencias reales que tenemos y poblamos nuestra imaginación de un collage de fantasías reales e imaginarias, siempre existe la tentación de probarlas con personas que sí conocemos.
Todo este cóctel se sirve en el desayuno diario de los adolescentes, y, generación tras generación, se perpetúa una cadena sin fin de culpa, trauma, violencia y dolor hasta que se torna crónico en una sociedad que padece cáncer emocional.
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