«¿Seis años de cese?» Análisis de Zuriñe Rodríguez, Itziar Mujika y Nora Miralles
El pasado 20 de octubre se cumplieron seis años desde que ETA declaró el cese definitivo de su lucha armada. Las periodistas e investigadoras Zuriñe Rodríguez, Itziar Mujika y Nora Miralles analizan el recorrido de estos años y la situación actual en este análisis.
El pasado viernes hizo seis años desde que ETA declaró el cese definitivo de su actividad armada y, desde entonces, la sociedad vasca se ha enfrentado al reto de recomponer los lazos rotos. Tomando como punto central la diversidad, es momento de solucionar parte de las consecuencias a día de hoy abiertas y construir un relato lo más amplio y diverso posible.
Haciendo una retrospectiva de los pasos dados hasta la fecha, el único que en estos 6 años nos da a entender que ha habido un conflicto armado es el desarme técnico, verificable y real del arsenal de ETA. Si bien es cierto que ha habido otros intentos de avance, ahí el ejemplo de los esfuerzos del EPPK para desbloquear la situación penitenciaria, es cierto que estos no han dependido de los procesos clásicos de resolución de conflictos, ni han podido atender a los estándares que marca la legalidad internacional. Es decir, desbloquear la situación de las personas presas, por ejemplo, sigue siendo a día de hoy una cuestión de gobiernos de estados – español y vasco, sobre todo – que responde más a cálculos políticos de beneficio electoral y partidista que a la urgencia humanitaria que la situación merece.
En estos seis años podríamos decir, además, que son pocos los avances institucionales en materia de paz, convivencia y memoria en una sociedad que necesita, precisamente, con urgencia esos avances. La mayoría de las experiencias que nos encontramos en este campo, sin embargo, son impulsadas desde los colectivos de base: vecinas, comunidades pequeñas, colectivos de mujeres y feministas, etc., que son quienes están dando los pasos reales para retejer esos lazos rotos. Estos liderazgos de base permiten democratizar la construcción de la paz y desplegar un proceso de forma popular y empoderadora para la sociedad.
Esa participación directa de la ciudadanía es positiva, puesto que permite que las garantías de no repetición necesarias en cualquier proceso de posconflicto estén aseguradas. Esas garantías están más garantizadas si cabe por el hastío y cansancio de la sociedad que por los verdaderos esfuerzos institucionales en materia de paz, memoria y convivencia. Las instituciones no pueden ser un actor diluido que fomente únicamente experiencias de construcción de paz parceladas y sin financiación y, que, además, en ocasiones, están condicionadas a negociaciones partidistas.
Las instituciones, y especialmente el Parlamento Vasco, no pueden limitar su papel a una ponencia de Paz y Convivencia en la que, además, no están participando todos los actores necesarios. Falta transparencia y transmisión, y un calendario claro donde se atisben políticas públicas que mejoren las vidas de las personas. Lo contrario no solo pone en riesgo el propio proceso, sino que puede traer consigo algo mucho más grave: un cierre en falso, una política de punto final de la que se derivarán consecuencias y cicatrices a medio y largo plazo que puede que cueste mucho curar.
Una de las claves para evitar este proceso puede estar en descentralizar los esfuerzos institucionales y dar fuerza a los municipios y sus experiencias. La creación de espacios de reconocimiento conjunto de memorias desde los municipios reforzaría la construcción de la paz y nos daría un mapeo diverso de las mil vivencias del conflicto. Ejemplos en esta línea podrían ser el recién constituido Foro Bilbao para la Paz y Convivencia o el informe de vulneración de derechos humanos de Lasarte –Oria.
Eso sí, la fuerza de transformación de estos espacios dependerá de la capacidad real de integrar la diversidad. Solo serán transformadores en la medida que no sean patriarcales, no haya ausencias justificadas, demandas silenciadas – especialmente las de la mujeres y las disidencias sexuales- y en la medida en que la gestión de la diversidad tome el centro.
Por otra parte, limitar la agenda de acción a procesos no integrales es, a nuestro parecer, un fallo en el que no deberían caer los actores que más implicados están en la construcción de un escenario de postconflicto real. Es decir, entender, por ejemplo, únicamente la desmilitarización como una disminución y/o marcha de las fuerzas del orden deja fuera la posibilidad de llevar a cabo una desmilitarización integral que modifique la mente y la disposición de los cuerpos en la sociedad. La mayoría de las mentes vascas están militarizadas y hay demasiados códigos éticos violentos normalizados. La militarización de la vida es compleja y está insertada en nuestros cuerpos, lenguaje y ética.
Además, la securitización de la sociedad vasca no solo es visible en el número de efectivos armados sino en la naturalidad con que se aceptan recortes de derechos y libertades. No es casualidad que sea el País Vasco uno de los lugares donde más se ha aplicado la llamada ley Mordaza.
Esa normalización de la limitación de derechos como los de reunión y expresión están, hoy, estrechamente ligadas con la militarización – lo vemos también en Cataluña –. Pero también afecta a ámbitos sociales a priori no relacionados con la seguridad. Considerar, por ejemplo, que una forma de lidiar con la violencia contra las mujeres es poniéndoles hombres militarizados que les “guarden las espaldas” responde claramente a una percepción poco integral de la violencia y bastante limitante de la militarización. Bajo la premisa de una mayor seguridad exponemos a más violencia las vidas de las mujeres y militarizamos todavía más sus cuerpos.
Un reto que no deberíamos pasar en los siguientes 6 años es, en este sentido, el de tejer esos lazos rotos de forma integral y aprovechar la existencia de marcos de debate existentes para ampliar el alcance del concepto de militarización.
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