SerialK | “Felices las perdices” – Peaky Blinders | Guillermo Paniagua
Erase una vez una ciudad donde llovía cenizas. Decían que este extraño suceso meteorológico se debía al hechizo con el que un monstruo- por nadie nunca visto pero por todos padecido- había querido castigar a una comunidad propensa, según él, a la holgazanería y al golferío. Los conocedores afirmaban que en los libros doctos la bestia era definida como Revolución Industrial; otros, más diletantes, decían haber oído que se hacía llamar Capitalismo. Fuera cual fuese su nombre, lo cierto es que todas las noches, a caballo o motorizado, un joven y elegante príncipe, progenie de la bestia, se habría paso por la calles atiborradas y pestilentes de la urbe para recordar a la plebe que el monstruo seguía enfadado y que además había venido para quedarse. Cumpliendo con la liturgia de rigor, se adentraba en la taberna consagrada y brindaba, fumaba y lo que hiciera falta para ejercer su papel de mensajero y predicador de las tinieblas. Allí, si algún comensal se atrevía a cuestionar su cometido, con un gesto diestro se desprendía de su gorra y, de un ataque fulgurante, las cuchillas escondidas y cosidas en la visera de su txapela se encargaban de rajar los globulitos frontales y mirones con los que el inconsciente había osado desafiarle. Así todo, más allá de los percances de turno, el mayor problema de este truculento personaje era que un foráneo reivindicaba también la misma estirpe bestial y, por tanto, cuestionaba la legitimidad de su paseos nocturnos y trifulcas varias. Aquel intruso, un hombre de la ley y la guerra, sostenía que el hijo de la bestia era él y, por consiguiente, que era el único encargado de asegurar su veneración. Así fue como, en el nombre del padre y de quién era el hijo, la guerra se había adueñado de la ciudad. Desde aquel entonces se podía escuchar a lo lejos a la bestia regocijándose ante un escenario en el que las únicas criaturas que vivían felices, jugueteando entre copos de cenizas, eran las perdices ya que la plebe demasiada absorbida en intentar sobrevivir entre fuegos cruzados no encontraba tiempo ni para comérselas.
Este pequeño relato introductorio improvisado, guiño cómplice a la intertextualidad tan característica de la narrativa serial contemporánea- es decir, este jugueteo e intercambio de cromos o cromosomas entre textos y relatos diversos que terminan fusionándose en el brazo que da cuerpo a toda obra- podría haber sido el cuento a través del cual la dura realidad de la ciudad obrera de Birmingham y de su famoso gang mafioso- los temidos Peaky Blinders- era reinterpretada para los oídos del niño que alguna vez fue Steven Knight, el creador de la serie británica que aquí nos ocupa, Peaky Blinders (2013). En una entrevista concedida a un semanario francés afirmaba que «Peaky Blinders es una suerte de cuento de hadas. Su trama nació de las historias que mis padres me contaban cuando era pequeño. Vista desde la perspectiva de un niño, esta realidad criminal y épica se tiñe de un velo mitológico. Todo se hace más grande más impresionante, más bello». El caso es que, fruto de un hechizo benigno o no, no queda duda alguna de que Steven Knight ha conseguido crear una obra a la altura de su fantasía infantil. Peaky Blinders es grande por su capacidad de abarcar y articular eficazmente diferentes géneros narrativos; es bella por su irreverencia formal y es impresionante por sus personajes que imprimen profundas huellas tanto en el celuloide como en el populoso mundo de los seres ficcionales.
Grande, decíamos, porque no contenta de integrarse con brillo y fantasía a la concurrida lista de grandes relatos seriales mafiosos (Los Soprano, Boardwalk Empire, Gomorra), Peaky Blinders coquetea a su vez con la crónica socio-histórica en una Inglaterra deprimida de entre guerras donde los supervivientes desquiciados de las trincheras conviven con los combatientes de una Irlanda en guerra de liberación, con militantes comunistas perseguidos o con contrarrevolucionarios rusos en exilio conspirativo. Por si fuera poco, este híbrido serial o cuento mafioso de época no duda en recurrir a otro género, el del western con sus calles inquietantes donde los villanos de siempre se enfrentan en duelo bajo los ojos atentos de un implacable sheriff flanqueado por un sacerdote poco ortodoxo, con sus saloons jocosos donde borrachos y prostitutas cohabitan ante una misteriosa camarera, testigo privilegiada de unos jolgorios irremediablemente interrumpidos por silencios y miradas que anuncian una inminente irrupción violenta.
Bella, remarcábamos, porque esta narración híbrida no cuajaría sin el esmero fotográfico y la atrevida banda sonora que atraviesa con oscuro lirismo esta gran obra. Como lo hiciera magistralmente la iconoclasta serie de Steven Soderbergh, The Knick (2014), apostando por la música electrónica como improbable hilo director de un relato de época ambientado en un hospital neoyorquino de principios del siglo XX, aquí les toca a PJ Harvey, The White Stripes y a Nick Cave musicalizar con un rock áspero las épicas y fantasmagóricas escenas, cuidadosamente filmadas y texturizadas, de esta gran serie. Si cada capítulo de la serie italiana Gomorra finalizaba, como apuntábamos en otro artículo, con un mismo envolvente y aéreo tema electro rock, en Peaky Blinders es el inicio de cada episodio el que recoge ritualmente un portentoso tema de Nick Cave & The Bad Seeds, Red Right Hand. Una composición que, contrariamente a su prima etérea italiana, apuesta por lo terrenal, lo polvoriento, suerte de prolegómeno épico y tarantinesco, toque de corneta que anuncia los excesos que estamos por presenciar.
Impresionante, finalmente, porque son personajes y actores de preocupante humanidad los que encarnan brillantemente esta trama novelesca. Los Peaky Blinders son ante todo, como todo gángster que se precie, una familia: los Shelby. Por un lado, tres hermanos visceralmente unidos y enfrentados: John, el joven frívolo e indisciplinado; Arthur, el mayor, irascible, tosco y deprimido y Thomas, el mediano, cuyos afilados pómulos y estratagemas le han valido el papel de líder de la manada. A estos tres secuaces se le añade la hermana distante y comprometida, Ada, única forma de cauterizar la sangrienta herida socio-afectiva en medio de tanta violencia patriarcal y, finalmente, la tía Polly, lúcida regidora que trata a duras penas de superar una maternidad truncada a la vez que los derrapes de la economía familiar. Unos personajes, todos ellos, de gran espesor psicológico y en el caso del protagonista, Thomas Shelby, de aplomo cinematográfico rara vez visto. Interpretado por Cillian Murphy, actor irlandés que se hiciera famoso por su papel en Batman Begins (2005) y que consagraría su trayectoria con su trabajo en la película de Ken Loach El viento que agita la cebada (2006), el inmenso Thomas Shelby dialoga inevitablemente con otro gran personaje, él también autoritario, brillante y oscuro, fumador empedernido, de voz cavernosa y belleza insultante, icono indiscutible de la ficciones seriales contemporáneas: Don Draper de Mad Men (2007). Actores o personajes- difícil pronunciarse- de carisma centrípeta que engullen insaciablemente planos y miradas como si de agujeros negros se tratase. Actores o personajes que quedarán para la posteridad como artefactos culturales tan ideológicamente preocupantes como narrativamente fascinantes.
En suma, con Thomas Shelby Peaky Blinders confecciona un nuevo superantihéroe y se lo ofrece generosamente al universo de la ficción serial, aquel mundo paralelo en el que, como en la vida real, viven felices sólo las perdices.
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