Más allá de la emergencia sanitaria, ésta es una guerra de clases
Ayer han salido las nuevas medidas del gobierno frente a la emergencia sanitaria. Una vez más, resulta claro que no son medidas sanitarias, sino de disciplinamiento de clase y control social. Ya desde hace tiempo resulta claro la utilización política de la pandemia que están haciendo las clases dominantes, para aumentar el control social, limitar las libertades políticas y para individualizar y atomizar todavía más la sociedad.
Antes de pasar a las nuevas medidas, hacemos un pequeño repaso.
Ejemplos de la utilización política de la pandemia son, entre otros:
– Todos los gaztetxes y espacios okupados que han sido clausurados (desalojados de facto) con la escusa de la normativa anti-COVID.
– Manifestaciones y acciones políticas prohibidas con el mismo pretexto.
– Multas arbitrarias en concentraciones, manifestaciones y desahucios “por no respetar las distancias de seguridad”.
– Aumento de la militarización y de los controles policiales.
– Normalización de la Ley Mordaza y de la presunción de veracidad de la policía.
Respecto a la individualización de la sociedad, es innegable que esta situación ha aumentado la tendencia al individualismo y al aislamiento de la sociedad: nos han quitado todo espacio relacional no mediado por el dinero y la mercancía.
Las medidas adoptadas no han sido pensadas en términos sanitarios, sino de productividad. De modo contrario, ¿Cómo explicarque se prohiba estar en una casa o en una plaza con amigos, a la vez que nos obligan a ir a trabajar, a viajar acinados en el metro o que se nos permita consumir en bares y centros comerciales? A ésto hay que agregarle la guerra psicológica, con el fin de romper los vínculos de solidaridad y confianza: apelar a las personas para que denuncien a su vecina, para que se conviertan en policía de balcón, para que delaten todo acto que se salte la disciplina impuesta (entre ellos la autorganización popular) como “falta de solidaridad” o “problema social”.
De hace un par de semanas es también la medida que introduce el PASAPORTE SANITARIO. Respecto a esta, es surrealista como no se ve (o no se quiere ver) el salto cualitativo que el pase-COVID constituye: aquí el quid de la cuestión no es si los no vacunados tienen derecho al ocio nocturno o a tomarse unas cervezas. Eso es lo de menos.
Aquí el problema es la posibilidad de (más) control que ésto permite,empezando por la trazabilidad: TODA PERSONA que entre en un local será identificada y tendrá que ceder sus datos. Es como si tuvieramos que enseñar el DNI en todo comercio en el que entramos. Y es demencial la respuesta que demasiadas veces hemos escuchado, que dice: “pero si ya tienes el móvil con el que te pueden controlar…”. Porque llevar el móvil a todos lados no es una obligación. El pasaporte tendremos que llevarlo encima y enseñarlo sí o sí. La cuestión del pasaporte sanitario no es un problema de libertad individual (decidir si vacunarnos o no o elegir si tomamos o no una cerveza). Este debate afecta, una vez más, a los derechos colectivos y a las libertades políticas. Una vez más, nos están colando el mantra de la seguridad (esta vez disfrazada de “sanitaria”). Deberíamos de haberlo aprendido: la seguridad tiene un precio y se paga en pérdida de derechos y de libertades.
Que nos quede claro: todas las medidas que hoy están planteando como “emergenciales” y “excepcionales” han venido para quedarse. Porque el estado de excepción nunca vuelve a la normalidad anterior, sino que produce su propia normalidad.
Pasando a las nuevas medidas, mucho se escuchó ayer que estas medidas son inútiles. Pero, no, las medidas adoptadas por el gobierno son “inútiles”. Son medidas útiles, pero no de cara a la emergencia sanitaria, sino una vez más, desde la perspectiva del CONTROL SOCIAL. Mucho se está hablando de las mascarillas y poco de otra medida aprobada hoy: la Operación Baluarte.
Esta medida prevé la utilización de 150 unidades de militares para que se dediquen a los rastreos y ayuden con la vacunación. Es la militarización de la actividad sanitaria. En realidad no estamos delante de un fenómeno nuevo: desde el principio de la pandemia se empezaron a usar las fuerzas armadas para trabajos civiles, desde la limpieza de las estaciones de buses, al sanamiento de centros de ocio o al montaje de hospitales de campana.
Esta militarización de la actividad de protección civil y de la sanidad viene acompañada con el imaginario bélico que se ha construido desde el principio de la emergencia sanitaria: no estamos frente a un problema de salud, sino a una “guerra contra el virus”. Esta biopolítica de la guerra no es simple propaganda, sino que tiene sus efectos materiales a nivel de control social: por un lado, es una forma de blanqueamiento de las fuerzas militares y policiales (y todavía más en los pueblos oprimidos, donde las fuerzas de ocupación se convierten en “héroes contra al virus”). Por otro lado, es una forma de normalizar el aumento de la represión y de los controles arbitrarios: policías patrullando las calles días y noches, haciendo identificaciones por perfil racial y político, pero escudandose en que es por “razones sanitarias”. Finalmente, la percepción del enemigo que este imaginario bélico crea: “esta es una guerra y todos somos soldados”, nos decían al principio de la pandemia.
El problema es que cuando “todos somos soldados” y el enemigo es algo tan difuso e invisible como un virus, todos podemos ser el enemigo (o sus aliados). Y así nos han convertido a todos en policía, buscando a ese enemigo interno: ese enemigo que puede esconderse detrás de nuestro vecino que en confinamiento sacaba demasiado al perro, o detrás de los jóvenes que hacen botellón, o ese enemigo que no se ha vacunado o que está en contra de una aberracción como el pasaporte sanitario. Y allí está el verdadero objetivo de la militarización de la sanidad y del imaginario bélico: desdibujar nuestro verdadero enemigo (el de clase), ese enemigo que nos dice que “estamos en el mismo barco” o que “el virus no entiende de clases sociales”, a la vez que fomenta una guerra de todos contra a todos entre los pobres. Hay una guerra, pero no es una guerra contra al virus, sino de clases.
La burguesía la está jugando muy bien, aprovechando la pandemia para implementar el control social y el disciplinamiento de clases, mientras nos convencen que compartimos barco con ellos. Pero no, no estamos en el mismo barco. No están en el mismo barco las familias desahuciadas y el propietario cabrón que les ha echado a la calle. No son soldados del mismo ejercito los policías y militares que patrullan las callesde los barrios proletarios y los migrantes a los que identifican y pegan solo por ser racializados y extranjeros. No están en el mismo barco los trabajadores despedidos o cuyas condiciones de explotación han empeorado y el capullo de jefe que les explota o los anti-disturbios que les reprimen y detienen cuando hacen una huelga por sus derechos.
Estamos cansados de que una panda de impresentables de la clase propietaria nos tome el pelo y siga haciendonos la guerra, diciendonos con paternalismo que “lo hacen por nuestro bien”.En algo tienen razón: estamos en guerra. Pero no desde hace meses, sino desde hace siglos. Ahora, una vez más, como decía un amado revolucionario, nos toca convertir la guerra en guerra civil.
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