Desconfianza
Abrirse en canal. Ser equilibrista sobre un alambre invisible. Lanzarse desde el escenario de un concierto sin público. Tener de mascota a un tigre en ayunas. Sensaciones así son las que se experimentan al depositar la confianza en un extraño que supones cada vez menos desconocido. La capa de permafrost que envuelve las individualidades se va resquebrajando y, muy lentamente, penetra en ti lo ajeno.
Pero, compartir los éxitos y los bienaventurados momentos en los que ambos seres confluís es sencillo. Es placentero y dota de ráfagas de escalofríos calurosos el tener una memoria compartida de misceláneos momentos. Lo arduo, lo verdaderamente vulnerable es mostrar las faltas, el saco de anti virtudes que ensombrecen la falsa idealización del otro. Caer del pedestal y explotar la burbuja de confianza nos despoja de los privilegios que pensábamos haber perpetuado.
Entramos entonces en el reino de la duda donde regenta la desconfianza. Asidua habitante de nuestra inseguridad, la ceba de los jugosos pensamientos disruptivos que cortan de cuajo cualquier instante de calma, de aparente normalidad. Tal es la tensión por saber, por indagar hasta los sedimentos más primigenios de la mentira, que nuestro cuerpo comienza a mostrar signos de estar exhausto de tan prolija excavación arqueológica de los claroscuros emocionales.
Es entonces cuando nos transformamos en animal acorralado, tembloroso, que muerde la mano que antes acariciaba por el poco instinto de preservación que aún le queda. El deterioro físico es palpable: negras bolsas bajo los párpados, regalo de largas noches en vela, interrupción en la ingesta básica diaria, abandono de las actividades de enriquecimiento personal y constante estado de paranoia. Incluso se inician conductas nocivas que se escudan en el ansia por saber, por conocer, si es que es posible, la peligrosidad de la verdad.
Y, cual filósofas de odisea en el desierto, la tarea se torna imposible. Una vez la imagen ideal del otro se ha desvanecido, la restitución del equilibrio, de la equiparación a lo real se ve mancillada por la ficción que se ha vivido hasta ese momento. La yuxtaposición de lo expresado de forma sincera con la irrealidad del ocultamiento convierte la extrapolación de lo positivo en auténtico oasis, casi espejismo.
Por tanto, la penitencia, el castigo o el arrepentimiento no sana ni cierra la fractura de la falla. Las placas tectónicas se irán alejando hasta que conformen parte de otras realidades o se basten de sí mismas. La única reconciliación pasa por el respeto, el autoconocimiento y la vulnerabilidad. Sin ello, hemos de prepararnos para la autoflagelación y la caída al abismo. La desconfianza cava muy profundo y el candil es imprescindible.
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