Heroida
Las cuatro estaciones de Vivaldi. Sobre todo el invierno. Ella siempre entonaba la tonadilla de la primavera, pero era trampa, en el fondo era una mujer de clima frío. Recuerdo que cuando era joven e inexperta me mandaron inventarme una canción sobre la base de una pieza clásica. Escogimos la primavera, claro, el violín del invierno es asfixiante, pero siempre quedó la espinita. Nos quedó una canción tan pegadiza que Vivaldi estaría horrorizado pero que hoy en día todavía me sorprendo cantando.
Entre su colección de discos, una miscelánea de lo más curiosa e hiperminimalista, estaba mi perdición, mi pesadilla y mi adoración: El pozo y El péndulo de Poe narrado por Constantino Romero. Ella me lo puso una tarde en el cuarto negro que no es negro, en ese ordenador que hacía ruidos guturales porque quería que lo escuchase junto a ella. Su cara era de puro placer, mientras que a mí me embargaba una angustia constante. No he podido olvidar esos cuentos ni su insistencia de escuchar, de leer, de ver. Luego vinieron el chelo de Casals, García Márquez, léelo de una vez, Seda y su cara de felicidad reflejada en el cristal de las gafas con cada Nana Bunilda, Elmer o la pequeña Zapatones.
Y esa habilidad para fastidiar toda película de misterio en la faz de la tierra. Siempre tuvo una intuición especial, le gustaba adivinar y jugar a atar el azar con un lazo. Fue especialmente hábil en saber quién era el asesino de todas las películas, y no sólo eso, de decirlo a los 15 minutos de haber empezado ésta. Al garete con las dos horas de comecoco, siempre tenía razón.
Desde luego ese don suyo no se podía aplicar a otras materias. Nunca ganó la lotería, no acertaba jamás en cuanto a resultados deportivos y era una meteoróloga dudosamente razonable. Siempre tenía frío, bien abrigadita, que no falten capas, así es que siempre hacía frío para ella. Pronóstico de lluvia y bajada de temperaturas todas las tardes.
Acurrucadita en su esquina del sofá, lo que no se le perdía de vista era qué necesitabas o qué te apetecía y al día siguiente, ahí estaba ese regalo con lazo esperándote en la mesa o encima de la cama o al lado de donde dejabas el abrigo…donde ella sabía que ibas a mirar. Y no tenía porque ser un capricho, podía ser hacerte un recado o llamar a algún sitio, ella lo hacía para aliviarte y sentir que te cuidaba de una manera muy suya.
Pero es verdad que tenía debilidad por los caprichillos. Intentaba engañarla para que me acompañase a hacer algún recado con la excusa de que cayese algún premio. Ella se resistía al principio, pero se le ponía cara de duende cuando sabía el propósito del “recado” y lo que más disfrutaba era llegar a casa e ir mirando lo que habíamos cazado ese día. Era como el día de navidad. Ella lo pasaba en grande viendo las caras de los demás al abrir algo que ella les había regalado, todo el esmero en cada detalle, en que todo estuviese a nuestro gusto para simplemente vernos sonreír.
Era la mujer de los solitarios, de los acertijos y de las plantas. Cada rincón de su hogar lleno de verde, su mirada distraída de la televisión por acabar un juego de cartas o encontrar una pieza en un rompecabezas. Ahora el acertijo más grande es saber dónde buscarla: en el olor de su chaqueta dejada medio abotonada o en la ropa que tuvo que quitarse al entrar en el hospital, en las listas de la compra a medio hacer que dejó, en las plantas que se amarillearon mientras ella se apagaba, en el nublado y frío agosto, en el marca páginas del libro que no acabó o en la crema a medio consumir que me mandó que le llevase.
Ella se me escapó de los dedos, pero sé dónde buscarla. En los paseos de mi aita con ella, en el estallido de rabia de mi hermano o en mis conversaciones a solas. En las tormentas que por fin descargan. Porque no hay agua suficiente para esta pérdida.
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