[Iritzia] «Paz, humo y cansancio», por Nora Miralles, Zuriñe Rodríguez e Itziar Mujika
«Paz, humo y cansancio»
– Nora Miralles, Zuriñe Rodríguez e Itziar Mujika –
Tras cinco años del cese armado de ETA sigue igual de vigente la pregunta de si la sociedad vasca es, hoy, una sociedad en paz. Desde ese 20 de octubre del 2011, Gobierno vasco, partidos políticos y sociedad civil han presentado planes, propuestas y hojas de ruta centrados en avanzar en la construcción de una Euskal Herria sin ETA, abordando de forma más o menos exhaustiva su desmantelamiento y algunas de las consecuencias del conflicto armado como la dispersión de las presas, la necesidad de construir memoria o la situación de las víctimas.
Sin embargo, buena parte de las propuestas son prácticamente inviables fuera de un esquema clásico de proceso de paz; con el gobierno y el grupo armado como interlocutores principales. Descartada–o debería– la posibilidad de una negociación bilateral formal con el Estado español, las opciones basculan entre el estancamiento actual y la asunción de una verdad dolorosa: ETA ya no importa. Y su desarme no interesa a un Estado español que ve cómo el régimen político surgido de la Transición se desmorona.
Ante un estancamiento que algunos sectores temen que se cronifique, la propuesta del Foro Social de que sea la sociedad civil quien lidere el proceso se presenta como una solución imaginativa para romper el bloqueo. Un posconflicto bottom-up, construido de abajo a arriba, desde movimientos y espacios de base y no desde una élite negociadora, permitiría la participación de sectores tradicionalmente excluidos de los procesos: mujeres, disidencias sexuales o, simplemente, de las vecinas de los barrios y pueblos.
Pero implementar un proceso así no es sencillo cuando las garantías para la actividad política son todavía cuestionables. No, aún con ausencia de violencia no se puede hablar de todo. Vivimos la contradicción entre el discurso sobre la derrota de ETA y su permanencia como un problema policial, por un lado, y la continuidad de las medidas excepcionales y la doctrina del “todo es ETA”, por el otro. Y parte de esa sociedad civil que debería liderar el proceso sigue operando bajo la amenaza permanente de la judicialización de la política.
En el limbo en el que se encuentra ETA, la propuesta del Foro Social de crear una comisión de verificación mixta para el desarme –participada por gobierno vasco, sociedad civil, partidos políticos y expertas de otros países– emerge como única salida a la encrucijada actual. A su vez, dar este paso adelante supondría un claro ejercicio de desobediencia y valentía política que algunos actores que pueden estar comprometidos con este escenario no parecen dispuestos a asumir.
La apuesta por un proceso liderado por la sociedad civil significa mover ficha, abandonar el discurso paralizador y victimista de la incomparecencia del otro sin renunciar a denunciar el comportamiento antidemocrático y la falta de voluntad del Estado español. Sin que eso signifique que el énfasis en la reconstrucción de la convivencia, lo que llaman “reconciliación”, nos haga pasar por encima de las consecuencias del conflicto, de las que perviven y de las que están por llegar.
Hay quien para imaginar este proceso se ha inspirado en Irlanda, desde una mirada, creemos, parcial, desoyendo el peligro de replicar los errores y carencias de un proceso que dista mucho de ser perfecto. Un ejercicio de copia y pega que obvia que, 18 años después del Acuerdo, la del Norte de Irlanda es una sociedad con una altísima incidencia de violencia machista y una alta tasa de alcoholismo, adicción a las drogas, trastornos mentales y suicidios, con especial incidencia en mujeres, jóvenes y excombatientes. No es casualidad. Una evaluación crítica del proceso norirlandés nos obliga a priorizar cuestiones tan claves como el abordaje colectivo e íntegro de las consecuencias del conflicto y de una desmovilización física, psicológica y de género de quienes han participado activamente en él. La invisibilización de sus efectos psicosociales en víctimas, excombatientes, presas, ex-presas y familiares; y la desmilitarización entendida únicamente como el abandono del territorio por parte de las fuerzas de seguridad foráneas, no son inocuas y pueden tener efectos negativos a medio plazo. Miremos pues, a Irlanda, pero mirémosla en toda su complejidad.
Sin un abordaje integral de la militarización, es decir, de las lógicas que impregnan de violencia la gestión de los conflictos, y también de los modelos de género que han surgido de esas lógicas, estas consecuencias terminarán emergiendo y castigando, con especial dureza, los cuerpos y vidas de las mujeres y las disidencias sexuales.
No podemos esperar otros cinco años para abordar esas consecuencias invisibilizadas en la sociedad vasca patriarcal. La gestión colectiva del trauma de quienes sufrieron la violencia y de quienes participaron de ella, la salud emocional y psicológica de las personas presas o la sobrecarga de trabajo afectivo y de cuidados que la dispersión penitenciaria ha generado y genera en las mujeres, no pueden seguir siendo elementos periféricos en este proceso liderado por la sociedad civil.
En el caso de los y las prisioneras, la ofensiva del Estado para renuncien a la defensa conjunta de sus derechos, que tiene como último objetivo -bajo nuestro punto de vista- la desaparición del sujeto colectivo, es decir, el EPPK, a cambio del fin de la dispersión, entraña también un peligro evidente. En este sentido, la individualización de sus casos dificulta, precisamente, abordar de forma organizada y efectiva esa desmilitarización integral, y también su reintegración en la sociedad vasca, alimentando además una sensación de orfandad y desamparo que no va a favorecer la gestión de las consecuencias emocionales y psicológicas. La desaparición del sujeto colectivo y el olvido de los efectos cotidianos que genera su situación, supondría además abandonar a su suerte a la red que les sostiene, sus familias, pero especialmente a sus esposas, compañeras, madres, hermanas e hijas.
Más allá de los riesgos que exponemos, los procesos de paz son escenarios privilegiados para la renegociación de los acuerdos sociales y de género. Una oportunidad que no podemos desperdiciar para incorporar a quienes han sido excluidas hasta el momento de los planes y hojas de ruta para la paz. Sólo hay una forma de hacerlo y es aceptando que la sociedad vasca no es ni será una sociedad en paz mientras siga siendo estructuralmente violenta, y especialmente, mientras perviva la distinción entre la violencia política en el ámbito público y la violencia política en el ámbito privado. Decir que en estos 5 últimos años no ha habido que lamentar ninguna muerte es olvidar que en la sociedad vasca las mujeres y las niñas siguen siendo asesinadas y agredidas en su hogares y en las calles. El proceso de paz no ha alcanzado, pues, a los machistas vascos, y los feminicidios siguen sin reparación, sin justicia, sin reconocimiento y sin memoria.
Por ello, es necesario ir más allá de fórmulas técnicas y legales y abordar de una forma profunda cuál es la paz que queremos construir y sobre todo, para quién. Y aquí tenemos espejos inspiradores, como el caso de Colombia, a la hora de entender los feminicidios, por ejemplo, como un ataque al propio proceso de construcción de paz y de poner sobre la mesa los riesgos que entraña que las masculinidades militarizadas sean reincorporadas a la sociedad sin un control. En ese mismo sentido, una paz sin perspectiva de género no sólo será siempre una paz elitista y patriarcal, sino que puede contribuir al fracaso del propio proceso. Y en eso tendremos responsabilidades.
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