SerialK | “Periferias”- The Deuce | Guillermo Paniagua
Entre las múltiples entradas analíticas desde las que se pueden abordar una ficción, y más aun si esta aspira a un siempre tan problemático “realismo”, una opción bien podría ser la de evaluar la estrategia de flirteo desplegada con respecto a los clichés y sus acólitos. Figuras retóricas desterradas de la caja de herramientas de todo artista que se precie, los clichés son síntomas, es bien sabido, de una capacidad creativa esclerosada que opta por la reiteración gratuita, torpe, facilona y machacona de una ocurrencia, alguna vez quizás ingeniosa, pero que tras el constante manoseo ha perdido todo su brillo. Al contrario de otra bestia proscrita, la caricatura, que en una lógica microscópica amplifica lo singular y realza obscenamente lo diferente hasta deformarlo, el efecto del cliché sobre lo retratado es la negación por reiteración de su singularidad, como una desesperada avalancha besucona buscando recrear el encanto de un primer beso o, peor aún, como la magia de aquel juego infantil que consistía en repetir incansablemente una palabra hasta la desactivación de su significado, hasta que aparezca un cuerpo inerte, materialidad pura y dura, la del significante: un simple ruido. El problema es que no contenta con ser el arma predilecta de los que carecen de poder estético, el cliché o, en este caso, su principal esbirro, el estereotipo -especie de monstruo agazapado debajo de cualquier signo, como decía Roland Barthes- es también el arma predilecta de los que poseen el poder de determinar la naturaleza de lo que somos, de lo que nos une; en pocas palabras, de los que detentan el poder político. En efecto, siempre atravesados por jerarquías instituidas e instituyentes, estos paquetes semánticos consagrados y repetidos no son definidos aleatoriamente sino en relación funcional con la reproducción del poder establecido, aquel que determina en última instancia la composición del sentido común, es decir de los lugares comunes que lo pueblan.
Pero si conspiran militantemente en contra de la realización de las Bellas Artes y de la consecución del Buen Vivir, los lugares comunes nos recuerdan también y seguramente bien a su pesar, dos elementos claves de nuestra condición sociolingüística. Por un lado, nos recuerdan que la reiteración de bloques semánticos precocinados es constitutiva de las reglas de juego del lenguaje mismo. Dicho un poco bruscamente, nos entendemos porque repetimos. Aunque le duela a algunos, hablar se asemeja más a lo que hace un DJ, suerte de patchwork más o menos logrado que a la imagen idílica e ingenua de un manantial siempre caudaloso y renovado que emanaría de las infinitas ocurrencias de un poeta lírico. Por otro lado, el cliché nos recuerda también, nada más y nada menos, el carácter reiterativo y monótono de toda vida social. Un animal de costumbres es un productor de lugares comunes de primer orden; la cultura, al fin y al cabo, es el resultado de significados y prácticas colectivas sedimentadas por repetición. Los secuestros sociales en comidas familiares, ascensores, pausas laborales o interminables juergas etílicas son unas de sus más chirriantes manifestaciones ritualescas.
Por lo tanto, el problema de los clichés y sus acólitos es que son operadores que hacen de la necesidad virtud. Aceptan burdamente las reglas de juego mediante las cuales se producen significados y textura social pero se olvidan de que como toda norma están hechas para que se juegue con ellas. Librada a los antojos de estos promotores del conservadurismo estético y político, la realidad -en su esencia tan singular como repetitiva- permanece así incomprendida y maltratada.
Ante semejante panorama, ante el acecho de estos parásitos, existen dos estrategias de confrontación. Una casi insurreccional, vanguardista y arriesgada, de superación frontal y definitiva de la esclerosis, estrategia de la que, por ejemplo, David Lynch se hace cargo en la tercera y perturbadora temporada de Twin Peaks. Otra, más comedida, negociadora, táctica pero no menos arriesgada, de la que David Simon en su última propuesta, The Deuce (2017), se convierte en genial vocero.
Así es como con la habilidad de un malabarista, o más bien de un juglar, David Simon nos cuenta en su última serie una historia muchas veces transitada, la de la fauna urbana setentosa de Nueva York, decadente y transgresora, donde conviven prostitutas y proxenetas, mafiosos y policías, música y alcohol, neones y humo, violencia y sexo. Unas típicas parejas de baile pero que logran, al son de la batuta adiestrada de Simon y sobre todo de una impecable coreografía, ondular fluidamente y dibujar un mundo contradictorio, estilizado en su miseria, humorístico en su tragedia, hasta cruel en su ternura. Un tour de force hecho posible por este gran guionista al haber osado poner en órbita a sus personajes alrededor de un explosivo eje narrativo como lo es el nacimiento de la tan polémica como desconocida industria pornográfica. Un nuevo actor que en aquella turbulenta época logró sumarse alegremente a la histórica, irreverente y contracultural embestida padecida por el puritanismo anglosajón a la vez que asumió acoplarse cínicamente a la igual de histórica embestida de un Capital ubicuo capaz de mercantilizar mafiosa y inescrupulosamente todo, incluso los deseos de los hombres y, sobre todo, los cuerpos de las mujeres. Un espacio, por lo tanto, que se ofrece como potente catalizador de contradicciones sociales y narrativas a un David Simon, consagrado cronista de lo urbano (The Wire, Treme, Show Me a Hero), diestro explorador de aquellas periferias -más sociales que geográficas- donde se evidencian explícitamente las miserias y grandezas de nuestra especie.
Para ello, David Simon no reniega del cotidiano repetitivo y establecido de lo que es ser una prostituta, un camello, un camarero o un policía. Sencillamente porque si no, no serian ni prostitutas, ni camellos, ni camareros, ni policías. Lo que hace es exponer paulatinamente y sutilmente el contexto resbaladizo que les hace ser lo que son al mismo tiempo que abrirles las posibilidades para no seguir siendo exactamente lo que son. Como el otro gran exponente del realismo social estadounidense, John Ridley y su superlativa American Crime, Simon sabe perfectamente que para contar una buena historia hay que hacerse cargo tanto de la infinita carga estructural a la que tenemos que rendir cuentas como del margen de maniobra que tenemos para encauzar nuestra condena. Quizás la trama de este relato coral que mejor encarna este compromiso con la contradicción política y narrativa es la evolución de «Candy», prostituta genialmente interpretada por Maggie Gyllenhaal que encuentra en el nacimiento de la industria una forma de escapar de un cotidiano callejero mortífero y aspirar a convertirse primero en actriz y después en ducha e ingeniosa directora de las películas de este rubro. Una pretty woman de las periferias que teje nuevas complicidades tan frágiles como el reconocimiento recibido, crudo indicador de que no encontrará ni salvador, ni redentor, ni siquiera en el arte. Una mujer, madre y prostituta que juega a conciencia con unas cartas marcadas, sola, movilizando su instinto de supervivencia individual, último recurso cuando en cuestiones de emancipación lo colectivo brilla por su ausencia.
David Simon firma así otra gran obra, otro gran fresco realista donde conviven singularidades y repeticiones, otra gran historia poblada de lugares comunes que acogen sin concesiones tanto a la regla como a la excepción.
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