¿Y los codos dónde quedan?
Un pene ¿no? Un rabo, nabo, picha, polla, tranca, pija, verga, chola, cola, porra, pito, mango, pilila, minga, cipote o carajo como cantaría Leonardo Dantés en su canción. También está el término «tiburón» como diría La Veneno para referirse a su pene. Resulta inquietante cómo una parte tan pequeña de algunos cuerpos ha recibido tantos nombres. Supongo que será el patriarcado y el falocentrismo haciendo de las suyas. Nada nuevo bajo el sol, vaya.
No es raro encontrarse con decenas de pintadas de penes erectos expulsando algún tipo de líquido en las paredes de los colegios, de las fachadas de los edificios e, incluso, en el asfalto de la carretera. Es como si nos dijeran: «por mucho que no quieras ver una polla, la vas a ver». Y, efectivamente, las vemos.
Esta exposición pública del pene viene de muy atrás. Por ejemplo, durante gran parte de la Antigüedad en Occidente se consideraba que los penes «grandes» y eternamente erectos denotaban impulsividad, fealdad y lujuria, valores no deseables en los hombres de aquella época. Por eso gran parte de la escultura griega y romana está representada por penes «pequeños» como sucede en el caso de David de Miguel Ángel. El pene «pequeño» significaba moderación, disciplina y mentalidad de estratega en relación a los conflictos bélicos. Sin embargo, ambos tipos de penes fueron visibles y, en ocasiones, el pene «grande» era concebido como un amuleto de la suerte o se esculpía en el suelo para señalizar el camino a los prostíbulos.
También es conocido el festival del pene de plata llamado Kanamara Matsuri que a día de hoy sigue celebrándose cada primavera en Japón. En el festival, es común encontrarse con centenares de puestos ambulantes que venden algún tipo de producto con forma fálica como, por ejemplo, helados o dulces de diversas variedades. La historia que gira en torno al pene de plata esconde, en realidad, un relato machista en el que las mujeres son peligrosas y el pene a de ser protegido. Según la leyenda, un demonio celoso de dientes afilados se escondía en la vagina de una joven. La muchacha se había casado con dos hombres, pero durante la noche de bodas el demonio castró a ambos con sus dientes. La historia llegó a los oídos de un herrero que diseñó un falo de metal para romper los dientes del demonio.
Nuevamente, nos encontramos con la figura machista arquetípica de «mala mujer» como el de la bruja, la femme fatale, la sirena o la medusa en la mitología griega que suponen una amenaza para la masculinidad y el falo. Estos mitos y leyendas han servido al patriarcado para desacreditar y demonizar las acciones de autodefensa feminista por parte de las mujeres frente a las agresiones sexuales que, frecuentemente, se ejercían y siguen ejerciéndose mediante la violación. Es de esta manera que el falo no sólo es visible si no que también está íntimamente ligado al poder, la guerra y la violencia sexual.
Así pues, con todo este bombardeo fálico e histórico, cabría preguntarse dónde queda el resto del cuerpo y de cuerpos ahora.
¿Dónde quedan los codos?
¿Y las corvas de las piernas (si no sabéis donde están, podéis buscarlo en Google)?
¿Qué hay de la parte anterior de las orejas, las axilas, los hoyuelos que a veces aparecen a la altura de las lumbares, los michelines, los empeines que se precipitan sobre los pies, los tobillos, el vello alrededor de los pezones, las cicatrices y arrugas sobre la piel, los párpados coronados por una hilera de briznas capilares que solemos llamar pestañas, las hendiduras formadas entre los dedos de las manos o el saliente de las clavículas sobre el pecho?
No hay tantos nombres como los que tiene el falo para venerar y honrar dichas partes del cuerpo. Tampoco hay tantos para la vulva u otras genitalidades, concretamente, las intersexuales.
Es cierto que alguna vez sí que he escuchado a personas utilizar el término «plítoris» para referirse a sus genitales, esos que no se adecúan a lo que la medicina oficial entiende por genitales porque no son clasificables bajo el binomio pene/vagina. Y habría que ver a partir de qué momento y en base a qué condiciones establecen lo que es un «pene de verdad» o «un clítoris de verdad». En cualquier caso, el pene se lleva la palma con esto de los nombres y las etiquetas.
No estaría mal, entonces, dejar de lado todo el imaginario que gira en torno al pene y dar cabida al cuerpo periférico con cariño, curiosidad y placer, reconociendo su potencial para sentir así como para dar y recibir afecto independientemente de si hay o no un pene, o de si este está erecto o no.
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