SerialK | «El hundimiento»- The Promise | Guillermo Paniagua
El pasado 15 de mayo se celebró el peculiar aniversario de una aberración ideológica que, allá por el año 1948 y con el aval de sus tutores occidentales, decidió hacerse mayor y convertirse en una catástrofe política. Aquel día el ideario colonial sionista- “una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”- decidía enfrentarse a una realidad un tanto díscola y hacerla entrar una vez por todas en razón. Para ello hubo que hacerse cargo de una población, la palestina, curiosamente empeñada en mantenerse presa de un delirio colectivo que consistía en creerse tan real como los valles, los olivos y las casitas que mimaba desde hacía miles de años. Como los palestinos no se mostraban dispuestos a salir de este sueño grandilocuente, se les impuso una terapia de shock y miles de hombres y mujeres fueron masacradas o expulsadas de su territorio. El pasado 15 de mayo mientras se rememoraba el inicio de esta limpieza étnica, la Nakba, miles de delirantes palestinos, presos por creerse hijos, nietos o bisnietos de aquellos aún más delirantes pobladores que se habían empeñado en existir, se encontraban en huelga de hambre con el fin de denunciar las inhumanas condiciones de encarcelamiento que el Estado de Israel, fiel a su terapia de shock, les impone.
Siguiendo a Marx, es difícil saber si esta repetición de la historia se encuentra en su momento trágico o farsante, pero lo cierto es que se repite y que The Promise (2011), miniserie británica creada por Peter Kosminsky, se hace brillantemente cargo, políticamente y narrativamente, de esta reiteración. Al igual que lo consiguiera Juan José Campanella en Vientos de Agua (2006) serializando las crisis económicas y políticas de ayer y hoy como principal generador de los flujos migratorios, Peter Kosminsky narra la historia actual de la ocupación de los territorios palestinos y de la violencia que la apuntala mirando en el espejo de la historia de su gestación. O, mejor, más que acudir a un pasado monolítico y omnisciente que iluminaría unilateralmente el presente, se trata de establecer un diálogo entre dos puntos de la Historia que no terminarán de existir plenamente sin la complicidad del otro. Una complicidad que en esta serie toma la forma de diálogo intergeneracional entre una joven londinense, Erin, de viaje veraniego en tierras palestinas y Len, el joven que alguna vez fue su abuelo militar enviado en 1947 de misión a este territorio. Un diálogo que una vez más, como si fuera la continuación de las monstruosidades contadas por Ana Frank, tiene como facilitador un diario íntimo que llegará a las manos de la protagonista justo antes de su viaje y en el cual su abuelo recogía su traumática participación en la liberación de los campos de concentración en la Alemania Nazi y una no menos desgarradora experiencia vital durante su posterior traslado a tierras palestinas bajo Mandato británico.
A partir de ahí empezará el viaje iniciático de una joven que como muchas personas desconoce tanto el pasado de sus parientes más cercanos como el presente de un mundo en el que Palestina, sin quererlo ni haber pedido nada, sigue jugando un papel tan sintomático como determinante. En este pequeño espacio donde la Historia se acumula a borbotones y la geopolítica se cocina a olla a presión, la joven Erin se zambullirá en un curso acelerado de senderismo existencial. Suerte de pequeño islote histórico emocional, de eslabón perdido en busca de una filiación truncada por los dispositivos ideológicos hegemónicos que nos mantienen atrofiados afectiva y políticamente, ausentes del presente y en ausencia de nuestro pasado, la joven protagonista simboliza, con todas sus contradicciones, un malestar estructural sacudido por una bofetada coyuntural. La suya, la bofetada, facilitada por lo que bien podría ser considerado la biblia del to be continued, el relato serial por excelencia: el diario íntimo. La nuestra, la hostia, por una propuesta seriada que, gracias a un riguroso trabajo de documentación y un excelente guión, logra construir una gran saga histórica, político-intimista, articulando eficazmente dos miradas en un mismo eje narrativo. Así, las vivencias del entonces joven militar cuyas tareas y amores se toparán con la dura realidad de una pasiva complicidad británica con las barbaridades cometidas por la organización sionista armada Irgún, se superpondrán con gran naturalidad -política y narrativamente hablando- al desconcierto de Erin ante el actual régimen de apartheid donde el fundamentalismo sionista, retratado en unas durísimas escenas en Hebrón, cohabita con un desacomplejado clasismo supuestamente progresista expresado por la calma opulencia de la mansión israelí en la que la joven se hospeda.
Junto a este minucioso retrato de la continuidad histórica de la negación total y absoluta del Otro, principio clave del dispositivo colonialista, los planos de esta serie no omiten recoger con toda su crudeza la respuesta de los y las palestinas, una reacción tan desesperada como desesperante es su situación. Es decir, una apuesta en escena que logra escapar de la trampa intelectual y política de la insufrible equidistancia y que, como era de esperar, le ha valido a la serie duras críticas por parte de amplios sectores que siguen ignorando que la equidistancia, ni siquiera en física, asegura la conquista del tan preciado equilibrio. En efecto y con perdón, en física, el punto de equilibrio coincidirá con el punto equidistante sólo en el caso de un cuerpo cuya masa sea repartida de manera homogénea. En caso contrario, ubicarnos a nivel de este punto no hará más que inclinar la balanza hacia la parte del cuerpo de mayor peso. Y en política pasa lo mismo. La equidistancia tendrá sentido y se defenderá a capa y espada cuando el cuerpo social no esté descompensado, cuando la equitativa distribución social del poder y de la riqueza esté a la orden del día. Mientras, defender la equidistancia no hará más que mantener a flote una situación de injusticia estructural, decisión tan aberrante como la de unos pasajeros de un barco yéndose a pique que optasen por dirigirse al centro de la cubierta para poner remedio a la tragedia.
A pesar de su valiente crítica a la continuidad histórica de una injusticia sin parangón, del retrato sin concesiones de la desazón de una juventud vaciada de referencias familiares y políticas, The Promise no realiza ningún milagro por más Tierra Santa que sea el marco de la historia que relata. Una simple bofetada decíamos, pero que quizás junto a tantas otras propinadas en la literatura y en el cine, como por ejemplo las de Gillo Pontecorvo en sus demoledores películas anticolonialistas Queimada o La batalla de Argel, ayude a despertar y reubicar a algunos pasajeros desorientados de un barco, el de la intencionadamente mal llamada «civilización occidental», que se hunde miserablemente. En cualquier caso, nos nos engañemos, hagamos lo que hagamos la clave seguirá siendo que los y las palestinas sigan contando su historia, fieles al guión delirante de un pueblo que mimaba a sus valles, casitas y olivos.
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