«Las FARC del postconflicto: entre los debates y las divisiones» -Manuel Godoy García-
Hace un par de meses, un poco más, una amiga vino a visitarme a la casa donde vivía. Había pasado casi un año desde la última vez que nos encontramos. Es una mujer de unos 38 años, de tez morena, con una trenza negra que siempre adorna su cabeza y su estilo hippie, muy de los sesenta, que camufla a una integrante de la que fue la red urbana de las FARC-EP en Bogotá.
La conocí en el 2012 en Cartagena. Ella tendría unos 32 años y yo 17. Fue en el Cabildo Nacional de Jóvenes de Colombia, donde nos reunimos alrededor de siete mil personas con el objetivo de crear una red que uniera los procesos juveniles del país e impulsara una organización que tomara la vanguardia del movimiento juvenil. En el evento, uno de los temas más discutidos fue el de presionar al nuevo gobierno de Juan Manuel Santos frente a una salida política al conflicto armado.
Sumergiéndonos en aquel proceso, nuestra amistad se fue profundizando. Nos encontrábamos en cuanto evento se hiciera en el centro del país y, poco a poco, fui conociendo a la mujer guerrera y radical que se escondía tras la imagen de una hippie calmada, que le gustaba el reggae, fumaba marihuana y tocaba la guitarra.
Un día de Enero de 2017 me contó que llevaba 15 años militando en las FARC-EP. Empezó a relatarme sus primeras aventuras en la insurgencia, cómo salían a hacer misiones, los iresy venires de sus amores, desilusiones y esperanzas…Sin buscarlo, desde aquel día, nuestras conversaciones se transformaron en verdaderas terapias para nuestra militancia. Ella hablaba de sus experiencias en la guerrilla y yo sobre las contradicciones que veía en el movimiento estudiantil. Así nos subíamos la moral.
En septiembre de este año, en una rápida visita a mi país, al calor del café y en la confianza de un hogar militante, ella se desahogó.Dijo que lo necesitaba. Es por eso que en este texto quiero reflejar parte de sus reflexiones, no para atacar a una organización política, sino para compartir con ustedes un debate que inquieta a miles de militantes en Colombia.
Para empezar, debo retroceder al 2010, cuando las redes urbanas de las FARC-EP veían con preocupación la pérdida de apoyo popular a la insurgencia tras 10 años de política antisubversiva, la más desafiante, masiva y exitosa llevada contra una guerrilla en América Latina e incluso en el mundo. Aunque en las ciudades los milicianos y miembros clandestinos, afiliados al Partido Comunista Clandestino Colombiano (PCCC) y al Movimiento Bolivariano (MB), tenían infiltradas a las principales organizaciones sociales, sindicales y populares, y habían creado un entramado como vía para el trabajo político abierto y como filtro para la búsqueda de nuevos cuadros o militantes, la misión de buscar un respaldo popular mayoritario era sumamente difícil, por no decir que imposible.
Álvaro Uribe se había ido de la presidencia como un líder simpático, de pulso firme y de métodos poco convencionales. Una buena parte de la población colombiana apoyaba ciegamente su labor. Masas de empobrecidos y embrutecidos defendían a capa y espada al “doctor Uribe” por su batalla contra “el terrorismo” y le agradecían sus programas de caridad social con los cuales accedían a subsidios absurdos, el 20% de un salario mínimo. Igualmente, la clase media y alta veían en este personaje la llave que les abriría el camino hacia el éxito, pues, con su confianza inversionista las garantías laborales fueron aplastadas por la flexibilización laboral y la actividad sindical mermaba a causa de la persecución paramilitar y judicial.
Sin embargo, el principal motor del régimen dictatorial radicaba en la manipulación descarada de la conciencia colectiva del pueblo y la cacería de brujas contra la izquierda. Día tras día, por más de una década, los canales de televisión fabricaban noticias o las tergiversaban para hacer creer que los guerrilleros eran una banda de criminales sin ningún motivo político, que sus ideales, si alguna vez los tuvieron, se habían perdido con la degeneración de su actuar. La prensa publicabafrenéticamente cuestionables reportajes sobre la crueldad de los comandantes, mostrando su supuesto vicio por la violación sexual de las guerrilleras, o su sevicia con atentados tan escabrosos como el de colocar un collar bomba, entre muchas cosas más, que poco a poco le quitaron el respaldo de las masas y convirtieron a la insurgencia en la verdadera encarnación de Satanás.
Asimismo, quienes osaban por no creer en el discurso oficial eran encarcelados o asesinados sin ningún reparo, llegando a ser víctimas hasta reconocidas figuras académicas que por su postura crítica ante el gobierno y su afinidad al pensamiento fariano (de las FARC-EP) eran condenados a las mazmorras del régimen. Del mismo modo, las cabezas de las organizaciones campesinas eran asesinadas por el mero hecho de convivir en paz con la guerrilla.
Para el 2012, la orientación que recibió la militancia clandestina era la de crear nuevas organizaciones sociales y permear las afines al pensamiento subversivo, ello con la intención de buscar nuevos espacios donde la guerrilla pudiera tener un reconocimiento político. Además, se reconoció la necesidad de tomar posturas más heterodoxas, iniciadas con el planteamiento policlasista del MB, que permitiera un radio de acción más amplio y actualizar el discurso con elementos atractivos para la juventud, como por ejemplo, el masivo movimiento latinoamericano que estaba construyendo nuevas alternativas socialistas en Venezuela, Bolivia, Ecuador, Argentina, etc. De esta forma, la iniciativa de Marcha Patriótica fue vista con interés, por su postura socialista, impulsando su fortalecimiento con el objetivo de oxigenar el trabajo de masas de las FARC-EP.
A finales del 2012, se dio a conocer la gran noticia de una nueva mesa de diálogo entre la insurgencia y el Estado colombiano, un hecho que alteró por completo el camino de la militancia clandestina. De ahí en adelante, su principal función sería la de fortalecer sus organizaciones abiertas, siendo más amplios, permeando al máximo el creciente movimiento social e impulsando un llamamiento nacional por la salida política al conflicto. Aquellas épocas de enfrentamiento hacia todo lo que no fuera revolucionario quedaban atrás, cualquier formación que apoyara la paz tenía que ser bienvenida, ya se politizaría en su momento, pero lo imprescindible era presionar al gobierno nacional para que firmase un acuerdo de paz, uno que permitiera la apertura democrática en el país.
Como evidencia de dicha estrategia están, por un lado, el 9 de abril del 2013,cuando se agolparon un millón de personas en Bogotá para exigir la paz, y por otro, el paro campesino del mismo año, que bloqueó el territorio nacional por más de un mes bajo el lema de una reforma agraria como base de la paz con justicia social.
Mientras tanto, La Habana se convirtió en un centro de encuentros, paralelo a la mesa de diálogos, entre los principales comandantes de las FARC-EP y distintos representantes de los partidos de izquierda de todo el mundo. La guerrilla más antigua de Latinoamérica, la misma que 20 años después de la caída de la URSS seguía bebiendo del marxismo-leninismo ortodoxo, quería ahora alimentarse de otras experiencias con mayor éxito en otros países. Así, los cuadros insurgentes pasaban horas y horas en encuentros con partidos como Podemos, PSOE, PCE, FMLN, PSUV, o FSLN, entre otros, escuchando atentamente sus estrategias para llegar al poder por medio de las elecciones.
En Colombia, los campamentos más seguros también se convirtieron en puntos de reunión con sectores políticos de la izquierda moderada: representantes de partidos, académicos, parlamentarios, sindicalistas, curas progresistas, y hasta socialdemócratas liberales fueron a parar a la selva para hablar de cómo se podía llegar a hacer revolución sin armas, sin violencia, ajustándose a la democracia burguesa. “Son otros tiempos”, decían.
Pero tanta amplitud no fue gratuita. Un debate empezó a surgir en el interior de las FARC-EP y su cohesión ideológica dio muestras de fractura. Del mismo modo, en el movimiento juvenil se dudaba de mantener el marxismo-leninismo como base teórica de la práctica revolucionaria. Para el 2015, en la constitución de Juventud Rebelde, la comisión política se sumergió en una interminable discusión sobre renunciar las tesis comunistas para abrazar otras formas de hacer revolución, formas actualizadas y menos estigmatizadas.
En Bogotá, las células clandestinas se arrancaban los pelos viendo el panorama. No sabían qué hacer, la dirección guerrillera pedía mayor amplitud (más pragmatismo) y las divisiones ya existentes se hicieron cada vez más graves, aunque al final todo era solucionado con la unidad que mantenían las orientaciones verticales y obligatorias derivadas de las decisiones tomadas por la comandancia en la selva o en Cuba.
Sin lugar a dudas, las armas mantuvieron a las FARC-EP unidas. La disciplina partidaria y la verticalidad del movimiento impedían que las discusiones existentes en la base afectaran al camino trazado. Se pensaba que cuando se firmara un acuerdo de paz, ya sin los fusiles, el debate iba a alimentar la militancia. Asimismo, en las reuniones de células se recordaba la importancia de la crítica y autocrítica, era imposible pensar que 50 años de experiencia política se desmoronaran con dejar a un lado las pistolas. Todo iba bien hasta que los contenedores se llevaron las armas, el ejército empezó a cuidar los campamentos, el sedentarismo dio más tiempo libre y en las ciudades, las redes urbanas se empezaron a conocer más y se sentaron de tú a tú con la comandancia.
En el 2017, la incertidumbre ya había embargado a la mayoría de la militancia. La moderación del discurso oficial de las FARC-EP preocupaba a la base y el incremento de la violencia contra el movimiento popular, asesinatos y encarcelamientos, daba la primera alerta de una ofensiva contrarrevolucionaria en el país. En abril del mismo año, se empezó a rotar un documento interno conocido con el pomposo nombre de “Las Tesis de Abril”, donde retomando el texto de Lenin ordenaban a las células reunirse para discutir los principios que darían la base teórica al futuro partido legal de las FARC-EP.
Las páginas de aquel manifiesto aclaraban muchas dudas y daban por terminadas las especulaciones de desviaciones ideológicas. Allí el marxismo-leninismo se mantenía como fuente principal de su práctica revolucionaria, se seguía con los ideales bolivarianos de integración latinoamericana y se reafirmaba el objetivo final de la toma del poder por parte de la alianza obrero-campesina, como única forma de derrocar al sistema capitalista y fundar así un socialismo a la vieja ultranza.
Los días fueron transcurriendo bajo una mayor calma, todas las redes urbanas dirigieron su trabajo a llevar a la sociedad civil a los campamentos, donde se encontraban los ya ex-guerrilleros. Cada semana salían de las ciudades buses hacia la selva, la montaña o la sábana para llevar a estudiantes, profesores, campesinos, religiosos, fundaciones, juventudes de diversa índole, etc., para que conocieran cómo se vivía en la guerrilla, que compartieran con los antiguos combatientes y apoyaran la implementación del acuerdo, e implícitamente, recuperar el reconocimiento como un movimiento político y así despojarse de la falsa imagen que crearon los medios de comunicación en su afán carrera de estigmatización.
Lamentablemente aquella alegría y euforia con la que trabajaba la militancia por recuperar el respaldo popular, cuyos resultados estaban siendo positivos, se vio interrumpida por un hecho que aun hoy es poco claro. En el congreso constitutivo del nuevo partido dos fuerzas emergieron de la calma. Por un lado, un sector moderado proponía dar un cambio drástico al movimiento guerrillero. Éste era liderado por Timoleón Jiménez, quien puso en la mesa que el nombre el partido podría ser “Nueva Colombia” y sus mandos más cercanos (Pablo Catatumbo y Carlos A. Lozada) encendían el debate de la renuncia estratégica al marxismo-leninismo, argumentado que de esa forma, más gente se podía afiliar al partido, personas que en el proceso se iban a politizar y que, tras un crecimiento cuantitativo, se recuperaría la pegatina leninista y marxista, pues, en la realidad, no iban a dejar de practicarlo.
Por otro lado, el sector liderado por Iván Márquez, proponía mantener el nombre de FARC, con un ligero cambio del significado de las siglas, para así mantener vivo el legado de la guerrilla. Mientras tanto, su fiel escudero Jesún Santrich defendía el marxismo-leninismo como pieza fundamental en la práctica revolucionaria y recordanba que renunciar a ella sería un grave atentado al movimiento comunista internacional. Sin embargo, en medio de un ambiente de conspiración (moviendo fichas como en una partida de ajedrez) el Congreso del Partido aprobó una solución salomónica: el nuevo nombre sería FARC y el marxismo-leninismo sería guardado en la mesita de noche. De cara al público manejarían un discurso moderado, casi de corte socialdemócrata, con el que atraerían a las masas trabajadoras y a la clase media que por un temor (fundado por los medios de comunicación) no se atrevían a apoyar un programa de izquierdas. Así pues, se daba inicio a la situación actual de división de la FARC, con tres sectores en disputa: los desertores armados, los oficialistas y la potencial disidencia política. Profundizaré sobre ello en un próximo texto.
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