Ciudad/Mente fantasma
Nada queda tras la persiana. El recuerdo de los asiduos y los picoteadores ocasionales en la cabeza. La esencia del lugar embalada en cajas de cartón. Las vacías paredes que muestran desconchados y agujeros, muescas del quehacer. No hay ventana que abrir, sólo polvo y desolación que esperan a la calle en la que se acumulan y multiplican cual epidemia los comercios extintos.
Cada paseo se convierte en escenario de western crepuscular, los edificios carecen de vida, el paso del tiempo se hace visible y lo que una vez fue, ya nunca será. No se trata de un augurio del pasado ni de una visión catastrofista del presente. Es una patente que no hace más que multiplicarse: vivimos en una ciudad fantasma.
Ojalá tuviese el aura de misterio, sin duda inculcada por una persistente niebla, que nos figuramos en la cabeza al oír esa descripción. La realidad es menos bella: los comercios cerrados pueblan aquí y allá y ya sólo queda el local por necesidad. En este panorama desteñido pongo el visor sobre el hilo más sensible, la cultura.
Sólo este año, al menos dos de las librerías de mayor recorrido de la ciudad cerrarán sus puertas por falta de continuidad en las generaciones venideras. Hace ya dos terribles años que otra de ellas echó la persiana, y los cristales siguen deslucidos de la acumulación de partículas de ácaros.
Parece un asunto banal teniendo en cuenta el alcance de un problema que afecta a todos los pequeños comerciantes. Sin embargo, la medida de la riqueza o el avance social es infinidad de veces cuantificado a través del número de librerías y centros culturales de una población.
Se trata de una pérdida no sólo visual y estética para la ciudad, sino estructural en la formación de sus ciudadanos. La ausencia de espacios de cultura limita las posibilidades de acceso a ellas y por tanto restringe la información, creatividad y desarrollo de sus moradores. En definitiva, la oferta y demanda se va extinguiendo y por consiguiente la inversión en esa área.
El comercio local cultural es una piedra fundacional de una sociedad sana y tras tiempos de silencio, el pronostico se nubla en una cotidianeidad marcada por el borreguismo del recorrido desde la madriguera hasta la fábrica y viceversa. El modo de vida más productivo se implanta en ciudades de plástico, luces y cadenas. Y mientras el western contemporáneo va cobrando forma, las calles se convierten en expositores de un pasado caduco y olvidadizo, sólo memorable en la mente más nostálgica.
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