«Los intocables» -Miren Rico Tolosa-
Los eternos clásicos. Ese canon al que toda obra artística desea pertenecer pero que sólo unas pocas logran alcanzar. El canon se puede romper, se debe romper, pero seguirá siendo la medida de calidad máxima que un trabajo pueda alcanzar. Los canones excluyen a todo sujeto que no sea hombre, blanco, de clase alta y heterosexual ya que precisamente están elaborados por hombres, blancos, de clase alta y heterosexuales que han implantado en nuestra tradición cultural la medida de la calidad de una obra.
En las últimas décadas, dicho canon se ha ido resquebrajando con la incorporación de nuevos paradigmas, casuísticas y realidades y sin embargo, cuando nos preguntan por los clásicos que hemos leído o qué obras consideraríamos como clásicos acuden a nuestra mente títulos similares que corresponden al ideario universal. ¿Universal?
Seguimos encasillados en ese paradigma tan conveniente que nos convierte en el centro del mundo, el ejemplo a imitar para el resto. No hay más que ver el mapa del mundo, esas proporciones tan irreales que nos hacen más grandes y que nos sitúan en el centro. Y lo mismo pasa con la literatura.
¿Qué títulos nos vienen a la cabeza cuando pensamos en clásicos? ¿Hay alguna mujer entre ellos? ¿Hay alguna autora no europea? ¿Hay alguna autora que no escriba en inglés o en castellano? La literatura se asienta sobre los cimientos de la sociedad heteropatriarcal en la que vivimos y a pesar de que muchos de los que se consideran clásicos tienen todo el derecho a serlo (las obras de Shakespeare o las de Kafka son una verdadera revolución) el canon es excluyente y clasista.
Por culpa de nuestro afán por elaborar normas y exponer ejemplos de qué es la buena literatura, nombres como Jeanne Benameur, María Sanchez, Aki Shimazaki, Sandra Cisneros o Mayra Luna pasan al márgen de la página, a la invisibilidad y a que en nuestra boca, al hablar de literatura, no se pronuncien nombres de mujeres, y mucho menos de mujeres racializadas, y mucho menos de mujeres racializadas de contextos socio-económicos desfavorecidos.
Con todo esto, vuelvo a repetir, no estoy desmereciendo el lugar que ocupan ciertos autores en el mundo literario ni mucho menos su literatura, pero se me plantean dudas que aún no sé si puedo o debo responder. ¿Debe de haber un canon artístico
que establezca los parámetros generales de calidad dentro de una disciplina? ¿Debe de haber clásicos? ¿Hay libros que deben leerse?
Esta última pregunta no ha suscitado pocos quebraderos de cabeza a las profesoras de literatura, a las alumnas y a las lectoras en general. ¿Hay textos intocables? Es decir, ¿hay textos que por su repercusión, su estilo, su trama o por su fama deban ser leídos generación tras generación de acuerdo con los parámetros anteriormente mencionados? Esta es una cuestión que se centra en la subjetividad. A mí me puede parecer que Jeanette Winterson, autora que pocas veces aparecerá en el canon, es una de las imprescindibles pero igual de fundamentales me parecen las obras de las hermanas Brontë, autoras claramente canonizadas.
La eterna pregunta. El canon en cuestión. La literatura no puede encorsetarse y no debe limitarse a las ataduras y estética establecidas por la élite patriarcal. Demos un espacio a la literatura periférica, a la literatura marginal y subalterna de un sistema que la relega a la sombra y al olvido.
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