Los cimientos de un mundo diferente
Podríamos colocarnos gafas oscuras y mirar con ellas el momento que estamos viviendo. Todo lo que nos rodea lo veríamos apagado; casi tan sombrío como la angustia, el miedo, la soledad, el recelo y, en último término, la muerte que nos acecha por cada esquina. Pudiéramos colocarnos esas malditas gafas de la desesperanza pero no lo recomiendo.
¿Es posible mirar el mundo y verlo de otro color? Apuntaré lo más cercano y sencillo. Cada tarde, casi a las ocho, se abren las ventanas de muchas cosas y asoma en ellas la vecindad: agradecen al personal sanitario que pone en riesgo sus vidas cuidando de las nuestras. Mientras reconocen a este gremio, la vecindad también se reconoce entre sí. No saben sus nombres ni sus historias pero se saludan cada tarde con estima y, probablemente, lo seguirán haciendo de aquí en adelante. Pequeños espacios que se han convertido en escaparate de muchas causas y en altavoz de numerosas reivindicaciones: la banderola de los presos, el lila de las feministas, el pañuelo de los pensionistas, la bandera de nuestra patria que reafirma nuestra identidad.
Si la pandemia se ha extendido por el mundo, otro tanto ha hecho la solidaridad; una constatación alentadora de que el ser humano, en momentos trágicos, descubre la dimensión humanitaria que lo acredita. ¡Se podrían recoger tantos testimonios! Los agricultores brasileños han hecho llegar sus productos a las favelas que carecen de alimentos e, incluso, de la posibilidad de conseguirlos: “La solidaridad siempre ha sido una marca de nuestra historia y de nuestra lucha”, dice un campesino del MST. Otro tanto hicieron los pueblos originarios de Bolivia; cargaron en camiones más de 100 toneladas de naranjas y las repartieron en los barrios populares de Cochabamba: “compartir lo poco que tenemos es el espíritu de nuestro pueblo”, decían los indígenas cuando arrancaban los camiones. Jóvenes de la revuelta chilena amasan pan de madrugada y preparan un cálido desayuno para ancianos y ancianas con pocos recursos económicos y sociales. Pero no hace falta ir tan lejos para encontrar el rastro entrañable de la servicial dad.
En el portal de nuestra casa alguien colocó un papel que sigue en su sitio. Un nombre, un teléfono y una oferta. La han llamado Batera y nunca mejor dicho: todos a una. Según he sabido, 2300 personas de Gasteiz, de diferentes edades, están prestando ayuda a otras muchas que, por las razones que sean, no pueden cubrir sus necesidades en estos tiempos de confinamiento. Melodiosa partitura que constituye un himno a la ayuda desinteresada, al servicio anónimo, a la humanidad en el sentido más profundo de la palabra. No son palabras rimbombantes y pomposas; son hechos actuales que nos honran como sociedad y como pueblo. La ayuda mutua practicada desde la cercanía y el interés por el de al lado; el compañerismo que genera comunidad. En fin, la vieja costumbre del auzolan, tan propio de nuestro pueblo, se reencarna en las y los voluntarios de Batera.
No sé cómo será el mundo después de la pandemia, pero si hubiera que buscar algún cimiento solido para un mundo diferente, yo recogería los muchos gestos solidarios que la trágica experiencia de estos días está dejando al descubierto.
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