El derecho a decidir: una cuestión de democracia y legalidad

La autodeterminación no es un concepto vacío ni una reivindicación romántica de tiempos pasados. Es un principio jurídico reconocido en el derecho internacional, que otorga a los pueblos el derecho a decidir libremente su futuro político. Esto no es una interpretación unilateral, sino una garantía recogida en documentos fundamentales como la Carta de las Naciones Unidas y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, ambos ratificados por España. En su artículo 1, este último establece que “todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación”. Más aún, la Declaración sobre la Concesión de la Independencia a los Países y Pueblos Coloniales (1960) reafirma este principio, destacando que la sujeción de los pueblos a cualquier forma de dominación constituye una violación de sus derechos fundamentales.
En el caso vasco, el derecho a decidir tiene raíces no solo legales, sino también históricas y culturales. Los fueros, reconocidos como pactos entre iguales, establecieron un marco de autogobierno que perduró hasta su progresiva eliminación. Incluso la Constitución Española de 1978 reconoce la “realidad nacional” de algunos territorios en su disposición adicional primera, una ambigüedad que refleja una tensión no resuelta. No es un capricho, por tanto, plantear que el pueblo vasco tiene derecho a decidir sobre su futuro; es una reclamación que se enmarca en un contexto histórico y jurídico sólido.
El Plan Ibarretxe, presentado con rigor y legitimidad democrática, no pretendía romper con el orden legal, sino actualizarlo para reflejar mejor la voluntad de una ciudadanía que se siente parte de una nación diferenciada. Aquella propuesta no era una declaración unilateral, sino un intento de diálogo, refrendado por el Parlamento Vasco. Su rechazo en las Cortes Generales no deslegitima la cuestión de fondo: ¿puede un marco jurídico democrático negar sistemáticamente el derecho a expresarse a una comunidad que, desde una perspectiva internacional, cumple los requisitos de un pueblo?
La jurisprudencia internacional refuerza esta postura. El caso del referéndum de Quebec en Canadá es paradigmático. El Tribunal Supremo canadiense sentenció en 1998 que si una clara mayoría expresaba su voluntad de secesión, el gobierno federal estaría obligado a negociar, en virtud de los principios democráticos. Este precedente evidencia que la democracia no es estática, y que las constituciones deben adaptarse a las realidades políticas, no al revés.
En el fondo, el debate no es solo jurídico, sino ético. Negar el derecho de autodeterminación es perpetuar una idea de soberanía rígida y anacrónica, incompatible con una democracia madura. No se trata de imponer un resultado, sino de habilitar un proceso. Preguntarse qué quiere ser el pueblo vasco no es una amenaza, sino una oportunidad para construir desde el respeto y el reconocimiento mutuo.
Al final, defender el derecho a decidir no es una cuestión de independentismo, sino de democracia. El miedo al voto, a la libre expresión de una voluntad colectiva, no es propio de sistemas abiertos y plurales. Como decía el propio Ibarretxe, “se trata de decidir entre todos”. Y esa, sin duda, es la mayor muestra de respeto a las reglas de juego que fundamentan nuestra convivencia.
Julen Antoñana
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