Amigas de mierda
Ya eran más de las tres de la madrugada. Volvíamos a casa contando anécdotas y riéndonos de nosotras mismas. Ya cuando el balcón de hierro del hogar recortaba la fría noche, a unos meros metros del portón, nos fijamos en ella. Estaba en el suelo, el bolso abierto y el móvil a una distancia. No emitía ningún sonido, no se le veía la cara, tapada por la melena. Miramos a nuestro alrededor, no pasaba mucha gente pero la suficiente como para percatarse de que ella se encontraba allí. ¿Desde cuándo estaría, bajo una verja, adormilada?
La interrogante de qué hacer martilleaba nuestro cerebro. Intentamos hablar con ella pero no respondía a ninguna de nuestras preguntas. Finalmente, hicimos el ruido suficiente como para que se despertase y nos echase una mirada perdida. Había bebido demasiado y la rica modorra al sentarse la había invadido. En este momento nos pasaron mil cuestiones por la cabeza, incluso el paternalismo de ser sus salvadoras y llevarla a casa porque ella no podía ponerse en pie sin ayuda.
Éramos unas completas desconocidas, era entendible que nos mandase a la mierda. Y aún así, sintiendo que queríamos ayudarla a llegar a casa, aceptó nuestro ofrecimiento y en un recorrido un tanto tortuoso, nos dio un abrazo al llegar al portal. No le preguntamos el nombre, ni ella el nuestro.
En ese recorrido, sin embargo, pasó algo que nos dejó heladas. Cada una es responsable de sus actos pero si un ser querido ha medido menos de lo habitual, se encuentra mal y necesita un hombro para llegar a casa, lo lógico era que alguien de confianza estuviese allí. Le preguntamos dónde estaban el resto de sus amigas, nos dijo que se habían ido a casa y llamó a una de ellas para comentarle que unas desconocidas la llevaban a casa. Así, como suena de conciliador. La respuesta fue lo más surrealista, la amiga quiso saber si éramos de fiar, le dijimos que sí sin saber muy bien qué responder, se tranquilizó y le dio las buenas noches.
La tranquilidad y falta de percepción de un posible peligro es algo a seguir si queremos andar libres por la calle. A la vez, la ausencia de empatía y ayuda amiga es algo espeluznante. Si lo necesitamos, no hay vergüenza en pedir ayuda a nuestras amigas, en cuidarnos unas a las otras, no por miedo sino por sororidad.
He de confesar que a mí hace muchos años me pasó algo parecido, siendo yo la que se encontraba sola y sin saber muy bien llegar a casa. Dos mujeres me ayudaron y no me olvido de ese gesto ni de la soledad que experimenté. Todas nos hemos pasado una noche, y no hace falta tener que recurrir a buenas samaritanas para simplemente no dormirte en la acera, hace falta tener amigas.
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